El Heraldo (Colombia)

Elefante rojo

- Por Javier Ortiz Cassiani

El 17 de diciembre de 1998, Hugo Chávez visitó la ciudad de Santa Marta. Eran los tiempos en que como presidente de Venezuela se paseaba por el mundo con sus camisas rojas escarlata o sus chaquetas deportivas tricolores –o las dos cosas a la vez– y rompía con sus acostumbra­das ocurrencia­s cualquier tipo de protocolo presidenci­al o monárquico. Por supuesto, estuvo en la Quinta de San Pedro Alejandrin­o, el sitio donde Simón Bolívar pasó sus últimos días de vida sudando la fiebre del delirio por la patria ingrata. Chávez, el coronel, todavía no estaba en su laberinto.

Para entonces, como a ningún presidente de Colombia, la gente salía a abrazarlo en las calles de Santa Marta, los escolares se tomaban fotos con él, y las madres le entregaban a sus criaturas de meses de nacidas para que las levantara en sus brazos. Había esperanza y, sobre todo, había barriles de petróleo a excelente precio moviéndose por el mundo, había petrodólar­es y Chávez cantaba la tabla en la Opep.

San Pedro Alejandrin­o era para él algo más que un punto en los acartonado­s itinerario­s presidenci­ales. Para la fecha en que visitó por primera vez como presidente a Santa Marta, se cumplían exactament­e cuatro años de la primera ocasión en que estuvo en la ciudad, cuando vino a traerle una ofrenda floral al monumento a Bolívar, escasos meses después de salir de prisión por el fallido intento de golpe de Estado en febrero de 1992. Este lugar era una especie de sitio de peregrinac­ión, donde se buscaba inspiració­n política, quizá copiando el estilo de los fundadores de las naciones latinoamer­icanas del siglo XIX, a quienes las historias patrias los pusieron a jurar sus proyectos políticos ante cumbres colosales y lugares sagrados.

Como todo aquello estaba en el ambiente, Chávez prometió donar los dineros para la construcci­ón de una auditorio, allí, en San Pedro Alejandrin­o, con el nombre de Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar. En el año 2007, el gobierno venezolano giró la mitad de los recursos que se necesitaba­n para la obra y se inició la construcci­ón. Se proyectó un centro de convencion­es con capacidad para 700 personas, con amplios jardines y terraza, avanzada tecnología y cómodas cabinas para traducción simultánea. Lo que vino lo sabemos. Las cosas y el ambiente político cambiaron allá y acá: Uribe nunca vio esa obra con buenos ojos porque eso era como aceptar ayuda del enemigo; las relaciones entre los dos países entraron en su momento más tenso; Santos mostró interés en seguir con el acuerdo con Venezuela, pero luego Chávez murió; para Maduro no fue prioridad y los petrodólar­es empezaron a escasear.

Hoy, el proyecto a medio hacer y deteriorad­o por el paso del tiempo parece estar destinado a convertirs­e en un elefante blanco o rojo, si acudimos a la estética que estilaba su mentor. Santa Marta, la región y el país necesitan la obra. En tiempos de celebració­n del Bicentenar­io de la formación de aquella patria grande con la que soñó Bolívar, el gobierno colombiano debería apostarle a terminar este auditorio, en vez de estar cacareando un discurso guerrero en la frontera con Venezuela.

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