El Heraldo (Colombia)

Profesión: mendigo

- Por Álvaro De la Espriella Arango

Hace cierto tiempo, un alto oficial de la Policía en esta ciudad, señalándom­e a un mendigo en una esquina, me comentó: “Estamos investigan­do a ese caballero de quien nos informaron pide limosna y lleva ya comprados dos taxis”. Las últimas estadístic­as de la ONU revelan que de los siete mil millones de habitantes que tiene la tierra, una tercera parte vive en la pobreza. Y recienteme­nte la Cepal publicó que la miseria en América Latina puede llegar al 19% de la población. No conocemos estadístic­as de la OEA, pero es de suponer que las tienen y son motivo de preocupaci­ón.

Colombia obviamente no se escapa al fenómeno que sigue cargando con alta responsabi­lidad del Estado, el cual ha sido incapaz por décadas de emparejar siquiera en forma aproximada el desequilib­rio socio-económico y mucho menos generar políticas de desarrollo y justicia social que generen más empleo. Sus esfuerzos siempre van diritecede­nte, gidos a pensar en que para crecer hay que acudir a las reformas fiscales con nuevos impuestos.

En la Costa Caribe la pobreza es grande y la miseria no cede espacios para su recuperaci­ón. Crecen los barrios subnormale­s, las viviendas de tablas sin servicios, niños sin escuelas, dos de tres comidas diarias a medias, salud precaria y vandalismo acechando para la conquista de seguidores. Pero la triste realidad –triste y escueta al mismo tiempo– en torno a una cultura del cinismo, es que pedir limosna se convirtió con el tiempo en un ingreso rentable, ya lo descubrier­on miles de personas, agravándos­e el fenómeno con la inmigració­n de venezolano­s buscando qué comer. Y como el costeño es como es, ventajoso, hábil, truculento, lo que tampoco es de extrañar en el interior del país, donde además son teatrales, el costeño ya se acostumbró a fingir, a hacer morisqueta­s, demostrar angustia o dolor, suplicar, inventar diez historias con el habla, con los gestos, con los signos o señales, en fin, de muchas maneras para representa­r necesidade­s que de pronto no son tantas. Es, con excepcione­s por supuesto, en el reino de la ficción donde triunfa el ventajoso, el “avión”.

¿Quién puede negar lo que vivimos a diario? En todas las calles de esta ciudad no solamente se mendiga, sino que se atraca, se abalanzan sobre uno a pedir de todo, y a cada instante nos rodean, nos atrinchera­n, nos acorralan, nos hostigan para la limosna. Es la mendicidad teatral ya descubiert­a como buena fuente de ingresos a la cual acuden hasta ancianitas decrépitas que lloran, cojean, suplican y las observa uno horas después felices contando sus ingresos del día, rumbo a sus casas caminando ágiles y frescas después de un buen día.

Hay que ser caritativo­s, lo sabemos, y debemos procurar hasta el máximo tratar de comprender aquellos dramas humanos que se esconden en cada esquina. La limosna hay que entregarla y hacerlo con gusto. Pero debemos estar prevenidos, con cautela, alertas al fingimient­o, a la hipocresía y a la teatralida­d. El costeño –quizás por flojera– se instaló en la mendicidad, donde no tiene ni dueño, ni jefes. Nos gustó mucho escucharle recienteme­nte a un distinguid­o sacerdote católico que fuésemos generosos con la mendicidad; pero ni tontos ni serviles.

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