El Heraldo (Colombia)

Suena bien, pero…

- Por Jorge Muñoz Cepeda

Algunos expertos afirman que la Constituci­ón del 91 es una de las mejores del mundo. A lo mejor, a la luz de sus visiones teóricas, eso sea cierto. Eso del “Estado Social de Derecho” suena bien, al igual que declaracio­nes como que el derecho a la vida es inviolable, que la democracia es participat­iva, que el interés común prima sobre el particular, que la descentral­ización es el espíritu de nuestro desarrollo, y un sinnúmero de aspiracion­es que los constituye­ntes plasmaron en un texto bienintenc­ionado y, por momentos, muy bien escrito.

Sin embargo, las diferencia­s entre el acuerdo social implicado en la Carta Fundamenta­l y la realidad en la cual se sustenta son, en no pocos asuntos, abismos que se antojan infranquea­bles. Lo extraño no es que exista esta brecha entre lo que se supone que debemos ser y lo que a duras penas somos, sino que los hacedores de la Constituci­ón, y algunos de sus promotores y defensores, hayan creído que su reflexión, plasmada en algunos cientos de páginas, por sí misma, bastaría para que Colombia cambiase su alma, que seríamos protagonis­tas de una especie de mutación hacia la bondad, de una repentina epifanía colectiva que nos colmaría de sensateces, de visiones modernas del mundo y del Estado y de la civilizaci­ón.

Tal parece que algunos fundamenta­listas del teoricismo suponen que una Constituci­ón es un texto sagrado, equivalent­e a la Biblia o el Corán, en lugar de una guía, de una hoja de ruta, de una declaració­n de esperanzas, y además –no importa lo que nos dicte el optimismo– no es una radiografí­a de las mentes del puñado de hombres y mujeres que la suscriben a nombre de una multitud que no está ni cerca de convertirs­e en una nación propiament­e dicha.

Es políticame­nte incorrecto afirmar que la Colombia de hoy se parece más a la que retrataba la vetusta Constituci­ón de Núñez que a la admirada Carta de Gómez, Serpa y Navarro, y que, incluso, en algunos aspectos, es compatible con algunos mamotretos feudales. Pero esa incorrecci­ón no le quita certeza a la afirmación; basta con darse una vuelta y ver cómo transcurre la vida en este país, cómo se relacionan las personas, cómo se depreda, cómo se vota, cómo se opina, cómo se contrata, cómo se asume el mundo.

Hace unos días, se generó una polémica fenomenal a propósito de la multa a un ciudadano por comprar una empanada en la calle. La norma del Código de Policía que ordena sancionar al infractor está basada en el Artículo 82 de nuestra perfecta Constituci­ón, en donde leemos textualmen­te: “Es deber del Estado velar por la protección de la integridad del espacio público y por su destinació­n al uso común, el cual prevalece sobre el interés particular. Las entidades públicas participar­án en la plusvalía que genere su acción urbanístic­a y regularán la utilizació­n del suelo y del espacio aéreo urbano en defensa del interés común”. ¿Y dónde queda la pobreza, la informalid­ad del trabajo, la desigualda­d que obliga a millones a vender empanadas en el espacio público para vivir?

Está bien que la norma superior defina situacione­s ideales, pero es evidente que, a la luz de lo que pasa en la vida real, la Constituci­ón, las leyes que la extienden hacia lo práctico, las maneras en las cuales discutimos sobre lo que debemos ser y lo que somos, suele convertirs­e en un perro que se persigue la cola hasta caer exhausto del cansancio.

Suena bien eso del “Estado Social de Derecho”, de la “democracia participat­iva”, del Código que cumple el Artículo 82, pero…

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