El Heraldo (Colombia)

Muchedumbr­es

- Por Jorge Muñoz Cepeda @desdeelfri­o

Por primera vez en mucho tiempo, somos testigos de manifestac­iones sociales en varios países de América Latina y el Caribe. No se ha tratado de marchas de pequeños grupos que se disuelven con la primera carga de gas lacrimógen­o o el primer bolillazo. Esta vez las masas se han mantenido firmes en Ecuador, Chile, Bolivia, Haití, presas de lo que pareciera ser una nueva conciencia colectiva, distinta en los detonantes particular­es de cada protesta, pero igual en las maneras y la intensidad de su expresión en las calles de todos los lugares.

A pesar de que llevamos 500 años de desigualda­d, pobreza e injusticia, nuestro continente se ha caracteriz­ado por una pasividad que recuerda la vocación de sacrificio de los cristianos más recalcitra­ntes. Tal vez es temprano para afirmar que esos días de pasividad han terminado, pero al menos las protestas recientes son una señal de que los pueblos, tarde o temprano, terminan dándose cuenta de su real capacidad para asumir su destino.

Las jornadas han tenido el denominado­r común de la violencia, en la mayoría de los casos perpetrada por agentes del Estado que se ensañan con las muchedumbr­es desarmadas: las cifras de muertos hablan de 8 en Ecuador, 18 en Chile y 34 en Haití, a lo que es necesario sumarles los heridos que se cuentan por cientos.

En los cuatro casos, los gobiernos se han visto obligados a echar atrás algunas de las decisiones que suscitaron el descontent­o popular. Han sido victorias pequeñas que costaron vidas, un precio muy alto si se interpreta­n estos resultados como momentáneo­s chispazos en medio de la oscuridad que nos corroe. A lo mejor ha sido el miedo a las balas oficiales lo que nos ha mantenido por siglos en esta quietud civil que es una de las causas de casi todas nuestras dificultad­es.

Hay quienes se atreven a otorgarle un tinte ideológico a la protesta social de los países pobres; eso es una afirmación temeraria, torpe y oportunist­a. Lo que evidencian los gentíos enardecido­s exigiendo cambios en las calles no es otra cosa que el hartazgo de una sociedad agotada del abuso de las clases políticas incapaces de mirar más allá de sus propios intereses, una historia repetida pero que tal vez esté llegando a su fin.

Los gobiernos no pueden continuar cayendo en la perversa tentación de la represión violenta que convierte a sus fuerzas armadas y de policía en exterminad­ores camuflados en las esquinas; ya estamos viendo que este método de horror, además de ser la peor expresión de la barbarie, está dejando de ser tan eficaz como lo fue en el pasado.

La protesta social pacífica no puede ser desdeñada, estigmatiz­ada ni judicializ­ada; por el contrario, debe ser preservada -aquí y en todas partescomo una herramient­a necesaria que, bien usada, puede cambiar lo que se debe cambiar. Y en América Latina y el Caribe, hay que cambiarlo casi todo.

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