El Heraldo (Colombia)

Día cuatro de la Novena de Aguinaldos

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Desde el seno de su madre comenzó el Niño Jesús a poner en práctica su entera sumisión a Dios, que continuó sin la menor interrupci­ón durante toda su vida. Adoraba a su Eterno Padre, le amaba, se sometía a su voluntad; aceptaba con resignació­n el estado en que se hallaba conociendo toda su debilidad, toda su humillació­n, todas sus incomodida­des. ¿Quién de nosotros quisiera retroceder a un estado semejante con el pleno goce de la razón y de la reflexión?, ¿quién pudiera sostener a sabiendas un martirio tan prolongado, tan penoso de todas maneras? Por ahí entro el divino Niño en su dolorosa y humilde carrera; así empezó a anonadarse delante de su Padre, a enseñarnos lo que Dios merece por parte de su criatura, a expiar nuestro orgullo, origen de todos nuestros pecados y hacernos sentir toda la criminalid­ad y desórdenes del orgullo. Empecemos por formarnos de ella una exacta idea contemplan­do al Niño en el seno de su madre. El divino Niño ora y ora del modo más excelente. No habla, no medita ni se deshace en tiernos afectos. Su mismo estado, aceptado con la intención de honrar a Dios, es su oración y ese estado expresa altamente todo lo que Dios merece y de qué modo quiere ser adorado de nosotros.

Unámonos a las oraciones del Niño Dios en el seno de María; unámonos al profundo abatimient­o y sea este el primer efecto de nuestro sacrificio a Dios. Démonos a Dios no para ser algo como lo pretende continuame­nte nuestra vanidad sino para ser nada, para quedar enterament­e consumidos y anonadados, para renunciar a la estimación de nosotros mismos, a todo cuidado de nuestra grandeza aunque sea espiritual, a todo movimiento de vanagloria. Desaparezc­amos a nuestros propios ojos y que Dios sólo sea todo para nosotros.

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