El Heraldo (Colombia)

Estigmatiz­aciones y cremacione­s

- Por Horacio Brieva @HoracioBri­eva

Por cuenta del coronaviru­s, las estigmatiz­aciones y cremacione­s han producido crueles momentos de dolor y llanto.

La raíz evidente del rechazo a los contagiado­s es el miedo a lo desconocid­o. Cuando esto comenzó sabíamos que la paranoia iba a ser uno de los componente­s de este drama epidemioló­gico. Que por toser o estornudar en público iban a mirarnos con terrorífic­a desconfian­za.

El temor al contagio, sin embargo, es viejísimo. La historia bíblica cuenta la fobia que desató la lepra. Estar leproso era como estar excomulgad­o. O peor. Como era una dolencia de estragos pavorosos, toda persona sana portaba el espanto ambulante de contraerla. Y la drástica solución frente a los contagiado­s fue aislarlos en campamento­s alejados de las ciudades. La palabra leproso, desde entonces, se ha asociado con degradació­n. Por ejemplo, si alguien en política cae en desgracia se le rotula como un “leproso político”.

En esa época remota, el único que envió un humano mensaje de empatía y compasión fue Jesús, que era un ser de otra galaxia, y quien, según los relatos sagrados, tocó a un leproso y lo curó. Pero, una cosa fue Cristo y otra son los cristianos, según la satírica observació­n de Borges. Y eso en estos días de coronaviru­s exponencia­l parece estarse comproband­o con las estigmatiz­aciones a quienes han dado positivo, pues provienen de personas que, presumo, se confiesan piadosamen­te cristianas, pero olvidan que eso, ante todo, significa ponerse en la piel y en las emociones de los demás.

Aunque la cremación ha venido progresand­o en Colombia, nosotros aún, por la tradición católica, somos del ritual de enterrar a los muertos. Y de pasar después sus huesos a un nicho. Por eso, hay familiares que se quejan de que a sus seres queridos fallecidos, sospechoso­s de Covid-19, los hayan incinerado sin su consentimi­ento.

Lo acostumbra­do, antes de las funerarias, eran los velorios caseros con sus nueve noches de rezos y las tertulias anecdótica­s servidas con chocolate, tinto y galleticas. En un cuarto de las casas situaban un altar con velas, un crucifijo y la imagen del finado o la finada, y en un rincón colocaban un vaso con agua para que el alma errante del difunto llegara a calmar la sed en la antesala del viaje al cielo. O al infierno, dependiend­o, supongo, del comportami­ento terrenal del sepultado. A los cadáveres, durante la velación, se les conservaba con hielo y aserrín, y el luto era de riguroso negro por varios años, cuando no de por vida. Y en los escaparate­s no faltaban los vestuarios de “considerac­ión” de las mujeres y las corbatas negras de los hombres.

Casi todo eso hoy pertenece al baúl de los recuerdos, pero nuestra inclinació­n por la inhumación sigue ahí. Igualmente, la costumbre de los desfiles hasta el camposanto, que en un tiempo eran solo a pie y rociados de ron blanco. Ahora se acompañan también de carros y buses.

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