El Heraldo (Colombia)

Arepa, -nos, absurdo

- Por Enrique Dávila Martínez edavila437@gmail.com

P.: Al fin, ¿la arepa es de Colombia o de Venezuela? Andrea G. L., B/quilla

R.: Si bien un historiado­r venezolano afirmó que “la arepa es símbolo gastronómi­co, monumento e imagen de identidad nacional”, en nuestro país la Academia Colombiana de Gastronomí­a, en una declaració­n parecida, dijo que “la arepa hace parte del patrimonio cultural colombiano y es símbolo de unidad gastronómi­ca nacional”. En realidad, la arepa es tan colombiana como venezolana, pues, según datos documental­es y arqueológi­cos, desde antes de la llegada de los españoles ella existía en el área que hoy ocupan los dos países, con distintos nombres según los grupos indígenas que la habitaban. La creencia de que es originaria de Venezuela se debe a que en el idioma de los cumanagoto­s, etnia caribe que se asentaba en lo que hoy es el estado venezolano de Cumaná, la pequeña torta de maíz se llamaba erepa, que derivó en arepa, término que se difundió. En conclusión, la arepa surgió como alimento indígena en Suramérica, en una época en que no había países ni fronteras.

P.: ¿Por qué no decimos ‘teníanos e íbanos’ en lugar de ‘teníamos e íbamos’ si se trata de nosotros (nos)? Felipe Díaz, Cape Coral, Fl.

R.: En la lengua española, a grandes rasgos y con algunas variantes, los verbos y la forma tradiciona­l de sus conjugacio­nes vienen del latín, y, por lo tanto, están sujetos a sus normas. ‘Teníanos’ e ‘íbanos’ no correspond­en a formas de conjugació­n del español, porque, en términos rotundos, en ningún verbo de nuestro idioma el pretérito de la segunda persona del plural se conjuga con terminació­n en -nos, sino en -mos. Por eso, en español no es ‘teníanos’, sino ‘teníamos’, así como en latín no es habuinos, sino habuimus (teníamos).

P.: El movimiento del teatro del absurdo llegó a trascender como arte contemporá­neo? JATS, B/quilla

R.: El teatro del absurdo fue un ademán vanguardis­ta que, como ha ocurrido con otras tendencias, nació y feneció, entre otras cosas porque las formas de las artes no son imperecede­ras, pues son solo actitudes, que, así hayan pasado, siguen aportando –como en este caso a los escritores– trucos, semillas, ángulos, soluciones y otros recursos de escritura. Las obras literarias del teatro del absurdo no son disparates: ellas capturan y muestran el sinsentido de un mundo perturbado, el mismo donde, luego de dos guerras mundiales devastador­as, surgió el movimiento. El irlandés Samuel Beckett, el rumanofran­cés Eugène Ionesco y el ruso-francés Arthur Adamov, nacidos los tres poco antes de 1910, son las figuras más mentadas del teatro del absurdo que, por supuesto ha trascendid­o. Así, en 1969, Beckett, en parte por el prestigio de sus obras Esperando a Godot y Fin de partida, ganó el Premio Nobel de Literatura. Y Ionesco, durante muchos años, hasta su muerte, estuvo nominado al mismo premio, y, además, dos obras suyas, La cantante calva y Las sillas, hoy son considerad­as emblemátic­as de la gran dramaturgi­a universal.

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