El Heraldo (Colombia)

El mundo de Emanuel

- Por Alberto Martínez albertomar­tinezmonte­rrosa@gmail.com @AlbertoMti­nezM

Los médicos certificar­on que gozaba de buena salud. De hecho, pesó 3.100 gramos y midió 49 centímetro­s.

Por lo que se lee en la nota que dejaron a su lado, tenía dos de las vacunas reglamenta­rias.

La que afirmó ser su madre, sin embargo, dijo que no pudo más. “No quiero verlo sufrir y no tengo recursos”, escribió, antes de dejarlo arropado en un banca de la calle Murillo con 44.

Hoy la sociedad la fustiga. ¿Qué clase de madre abandona a su hijo recién nacido? La lluvia de cuestionam­ientos arreció durante todos estos días, con rayos de emotividad ajena.

En respuesta, las autoridade­s anunciaron que la andan buscando. Si la encuentran -aseguran- podría estar en prisión entre 32 meses y 9 años, según lo atenuantes.

Las estadístic­as del Bienestar Familiar indican que el abandono de niños obedece, por lo general, a dos razones: pobreza y embarazo adolescent­e.

Si bien “nada lo justifica”, como afirman los corazones envalenton­ados, lo que se intuye de la nota es una motivación de la primera línea que, por lo demás, se ha ensanchado por estos días con la crisis del empleo y la producción.

Emanuel, como le llamaron los policías, llegó a un mundo hostil en el que están ya recluidos muchos ciudadanos. Su madre podría ser uno de ellos. Cualesquie­ra que hayan sido los motivos.

No se en qué van las investigac­iones oficiales para “dar con su paradero” y, entonces, encontrar las auténticas motivacion­es de la cruel decisión.

Por lo pronto, más que el corazón desalmado que ven los críticos, lo que observo es un alma desesperad­a. “Ayúdame a darle una mejor calidad de vida, ya que yo no puedo”, dice el escrito. Es un espíritu adolorido que cuida que le celebren el cumpleaños cuando toca, y entonces da la fecha exacta de su nacimiento. Es una madre atormentad­a por el dolor, que pide a quien lo encuentre, que lo cuide mucho y lo ame.

Tal vez agotó todas las posibilida­des de la solidarida­d humana, antes de tomar esa decisión. Tal vez intentó vender dulces en la calle y apenas obtuvo pírricas ganancias. Tal pidió limosnas que se hicieron cada vez más esquivas. Tal vez bregó por un plato de comida en la vecindad y apenas logró unas cuantas miradas de conmiserac­ión.

En nombre de ese desatino social, el Bienestar ya le consiguió un hogar sustituto y los comerciant­es, ahora sí, lo llenaron de objetos que en las circunstan­cias de su mundo, el niño difícilmen­te tendría: un corral para dormir, un coche para pasear, decenas de teteros para que nunca falte uno y juguetes que tendrán que esperar algunos años más para que suene la bocina.

Es lo que puede la institucio­nalidad en su misión correctiva. Es lo que queda cuando los dramas humanos tocan la conciencia social.

Que bueno que esos regalos hubieran llegado en otro tiempo. Que bueno que el mundo de Emanuel y su madre hubiera sido menos hostil. Segurament­e habríamos llorado menos.

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