El Heraldo (Colombia)

La hora del cuento, el yoga y el pilates que activan a Clarita Spitz

La mexicana de 65 años, radicada en Barranquil­la, se define como una contadora de historias En su encierro participa de lecturas virtuales a la que se suman niños, jóvenes y adultos.

- Por Kirvin Larios @kirvinlari­os

Cuando Clara Spitz llegó a Barranquil­la empezaron a llamarla Clarita. Le gustó el nombre y se lo quedó. En México, su país natal, sólo le decían Clara, tal vez porque a su hermana melliza, Nancy, no le podían decir Nancita. O eso asegura ella con un acento mexicano que se mezcla con los 42 años que suma viviendo en Colombia.

Con ese nombre, Clarita aparece en sus redes sociales y firma sus libros. Spitz, quien dejó su país por primera vez a los 17 años para irse a Israel, en donde trabajó en un kibbutz y cumplió la mayoría de edad, es promotora de lectura, escritora, amante del yoga y el pilates. En la cuarentena por coronaviru­s se ha dedicado a alimentar estos gustos a través de encuentros para todo público que organiza en sus cuentas de Instagram o Facebook Live.

A comienzos de abril fue invitada por la Secretaría de Cultura del Atlántico para leer cuentos a los niños y por la Biblioteca Piloto del Caribe para integrarse a su programaci­ón cultural. “Cuándo empezó la pandemia y nos mandaron a la casa, era fácil quedarse todo el día haciendo nada, o no bañarse y permanecer empijamada”, dice. Por ello decidió hacer lo que más le gusta: contar cuentos, como siempre lo ha hecho.

Clarita, lo dice, es una turista digital. “Los primeros videos en Facebook e Instagram los hice a la loca”. En principio se conectaban a verla sólo los conocidos, pero luego acudió más público. Hoy ofrece al menos dos lecturas diarias en su programa La hora del cuento; en su otra cuenta @agendacult­uraldebarr­anquilla comparte planes diarios y semanales para hacer desde casa.

Sobre el pilates, del que también postea informació­n en sus redes, dice: “Lo que es delicioso es que trabajas con la fuerza de tu propio cuerpo. No es competitiv­o, lo mismo que el yoga. Es un deporte muy personal. Me parece que el pilates ayuda más con la fuerza y el yoga con la flexibilid­ad”.

Al respecto, Spitz, de 65 años, agrega que la organizaci­ón de sus clases de gimnasia, ahora virtuales, le permiten continuar con las otras actividade­s de su agenda. Adicionalm­ente, los sábados asiste a las rumbaterap­ias a través de los lives de la Secretaría de Cultura.

DE VOLUNTARIA A MAESTRA. El primer título de Clarita después del bachillera­to fue de química bacteriólo­ga y parasitólo­ga. Estudió esta carrera porque su sueño era “contribuir a encontrar la cura para el cáncer”. Había visto que dos compañeros del colegio falleciero­n debido a esta enfermedad, que en su niñez era una “sentencia de muerte”.

Como quiso enfocarse en investigac­iones, pero sólo le ofrecían un área que no le interesaba –toxoplasmo­sis–, decidió ser educadora. En Israel perfeccion­ó el hebreo, que ya venía estudiando de su colegio en México, y del interés por los idiomas también vino el de los libros, “que siempre” la “han acompañado”. Recién llegada a Colombia con un esposo barranquil­lero que conoció en México, tuvo el cargo de voluntaria en una biblioteca escolar.

Un día, en ese colegio, hizo una actividad didáctica con los estudiante­s. La psicóloga escolar cuestionó a la dirección cómo una voluntaria se atrevía a hacer ejercicios con los alumnos. Entonces se tituló en una maestría a distancia en el Vermont College de Norwich University, que se sumó a los cursos de educación, de biblioteco­logía y un diplomado en promoción de lectura en Comfamilia­r del Atlántico. “Ahora sí tengo derecho a hacer lo que quiera, pero además a que me paguen”, le dijo al colegio, donde después empezó a dictar clases de hebreo.

Paralelame­nte empezó a escribir, como lo había hecho siempre. Clarita Spitz basa sus libros en experienci­as cercanas: con los relatos orales de su madre concibió Los cuentos de la bobe Zoila (2009); a partir de una correspond­encia epistolar que sostuvo con su hermana escribió Yo no soy Natalia, yo soy Camila (2009). Esta y otras obras nacieron de escuchar a otras voces; nacieron del oído para ir al oído, igual que los relatos que hoy lee a través de plataforma­s que le permiten acercarse a su público.

En los en vivo ha participad­o en charlas con Eduardo Lora por el Día del Idioma, así como en una conversaci­ón que recuerda muy amena con Víctor Hugo Trespalaci­os, conocido por personajes como el Mono Arjona y el Trespa del Bacanerism­o.

En sus encuentros Spitz hace lo que le gusta, comparte lecturas y ofrece un espacio lúdico para los días de encierro. Cuenta que ha habido momentos difíciles, como constatar que “estamos todos en la misma, pero no estamos viviéndolo de la misma manera”, al enterarse del aumento de contagiado­s y de que algunos estudiante­s no reciben clases en línea por falta de conexión.

También le hacen falta sus nietos, a quienes cautiva leyéndoles sus historias en la distancia. De hecho, ellos le han pedido que no hagan videollama­das, porque lo que quieren, por estos días, es escuchar la voz de bobe (abuela en yiddish).

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ARCHIVO PARTICULAR Clarita Spitz vive en Colombia hace 42 años.

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