Ética y política
Las sociedades de hoy ya son del pasado. Es lo que Alain Tourain, en 2014, señaló como el fin de la sociedad. Esto lo puso en mayor evidencia la pandemia en Europa y sus consecuencias que empezamos a percibir y prever en América Latina. Ya ni la categoría democracia parece tener sentido, o suficiente fuerza. Entonces solo quedaría “confiar en la resistencia ética, única capaz de devolver un sentido al vivir y al actuar colectivo”.
Lo anterior se siente incluso en el mundo de los académicos. En los espacios de los docentes universitarios e investigadores la prioridad es la relación consigo mismo, no con el otro. Lo cual no es necesariamente negativo si construimos una dimensión social con valor ético que no pase por la degradada política o por aquellas creencias religiosas que impiden liberar a la sociedad de sus vicisitudes. Hoy no basta indignarse. Por eso el fallo de la justicia sobre la tutela de “las canas” que reafirma los derechos y el resta peto a la libertad e igualdad de las personas mayores de 70 años, frente al abuso del gobierno, es la mejor prueba de que el derecho a tener derecho está por encima de las leyes y las instituciones (impuestas al amparo del estado de excepción y en la ausencia de valores democráticos). Existen valores y derechos fundamentales como la libertad, igualdad, dignidad y confianza; los cuales no se pueden limitar, ultrajar o utilizar políticamente para el ejercicio de gobierno. El gobierno, las instituciones y organizaciones privadas deben respetar nuestra independencia de la política manipulada por quienes tienen algún poder para su provecho, en detrimento de los lazos sociales. La política debe renacer basada en el pudor; es decir, no admitir la política de un grupo en contra o en detrimento de los otros. Debemos aceptar la política si nace de la ética; si no, deber ser rechazada. No es aceptable la política ejercida en nombre de la nación para aplastar al individuo. Tampoco lo es el orden y la autoridad si está al servicio de intereses particulares en detrimento de los demás. Debemos negarnos a retroceder. La democracia nos da la posibilidad de contener, limitar y frenar el poder de pocos.
La pandemia permitió verificar que la gestión política en nombre del interés común dejó de funcionar: basta ver los 170 decretos presidenciales de Emergencia Nacional para darnos cuenta de que se basan muy marginalmente en el interés común. Las consecuencias de su aplicación son abominablemente inequitativas, dispares, profundizan las desigualdades sociales y deterioran la democracia.
En las Américas, con excepción de Canadá y Costa Rica, los gobiernos, frente a la pandemia, actúan desordenada y autoritariamente, preocupados solo por su imagen, desplegando sin reatos medidas que limitan especialmente nuestra libertad. Deberíamos recordar aquello que Albert Camus decía: “la libertad no es otra cosa que la oportunidad de ser mejor”; pero nuestros gobiernos ven en nuestra libertad una amenaza. Las exigencias éticas deben concretarse en las instituciones, no en abstracto. En Colombia, el escándalo del Fiscal General viajando a San Andrés, con familia y amigos, así lo exige.