El Heraldo (Colombia)

La proclama de amor de Alfredo de la Fe por Barranquil­la

- Por Sharon Kalil

Aguacate”, a veces “aguaaa” y un segundo después “cate”. El llamado, que me despierta algunas mañanas, varía de acuerdo con el personaje que lleve la deliciosa baya comestible. Mi casa tiene un diseño inusual, pues no tiene vista a la calle. Mi cuarto, por ejemplo, colinda con una paredilla amarilla. Desde la ventana, en un segundo piso, se aprecian varios techos de la cuadra y el patio del vecino.

Esa ha sido mi vista por casi cuatro meses. Mi barrio silencioso parece que cobra vida cuando pasan los vendedores de aguacate, que, en mi casa, por tener esa ubicación, se diferencia­n no por cómo lucen, sino por el tono de voz y la insistenci­a al timbrar. Uno de esos vendedores es Alfredo Escorcia, barranquil­lero de 23 años. Hace seis años vende sus aguacates “gigantes” en Ciudad Jardín. Vive en Las Malvinas, en el surocciden­te de la ciudad.

Los vende a 5.000 pesos. Su rutina comienza a las 4:00 de la madrugada. Media hora después llega al mercado a comprar la fruta, luego se devuelve a su casa a pasar tiempo con su esposa y su bebé de un año, y más tarde toma un bus que lo deja en Ciudad Jardín, donde con gritos eufóricos se gana la vida. Los únicos cambios que la pandemia le ha generado es que más “aguacatero­s” se le han pegado a su ruta y que ahora camina con un tarrito de alcohol en la mochila. El tapabocas lo obliga a gritar más fuerte.

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