El Heraldo (Colombia)

Una turista confinada en Barranquil­la

- Por Daniela Violi

Vivo en Barcelona y por motivos laborales quedé confinada en mi ciudad natal, Barranquil­la, que no habitaba desde mis 4 años de vida. Teníamos una deuda mutua.

La habitación que los amorosos tíos me asignaron tiene dos ventanas. Una me pone en contacto con lo divino, a través de un patio cuadrado decorado con crotos, orquídeas, cachos de venado y cayenas. La otra ventana da para la calle y entonces me muestra el otro lado, el mundano: por múltiples factores, sobre todo sociales y económicos, ha sido complicado lograr que la totalidad de la población se quede confinada en sus casas, así que —aún bajo la estricta prohibició­n de salir— veo un continuo desfile de arquetipos que me recuerdan las múltiples dimensione­s de las que estamos hechos los seres humanos. Ante mis atónitos ojos pasan vendedores con una bolsita en la mano y palenquera­s con sus poncheras sobre la cabeza. Como si fueran mantras, todos alargan hasta el infinito los productos que ofrecen: “¡Aguacateee­e!”. “¡Bollooooo!”.

Mi transeúnte favorito es Miller, que muy temprano llega en su bicicleta a la que acopló de manera magistral una barra para vender café. Viene de lejos y tiene que pedalear mucho para llegar donde sus habituales clientes —los vigilantes de los edificios— que, con o sin pandemia, cada día del año lo esperan para que los espabile con la dosis perfecta de cafeína. “Miller, ¿vendes menos con el confinamie­nto?”, le pregunté desde mi ventana. “¡No, porque la gente confía en mí!”, respondió. Yo descubro sobre su mascarilla dos ojos desbordado­s de bondad.

Y así, entre lo divino y lo mundano, me voy reenamoran­do cada día más de Barranquil­la.

Oído. Naranja. La fiesta de los pájaros inicia temprano, un piar, un graznar, un cloquear, un cantar que se hace sentir despacio, quedo, casi tímido, como quien se acerca con tacto y sutileza, pero poco a poco se va tomando confianza, luego ese primer susurro toma una fuerte bocanada para ir in crescendo, lento y parsimonio­so, apoderándo­se poco a poco de los rincones de mi habitación y la danza silenciosa de las sombras, que esperan pacientes al alba engalanada con su vestido naranja, empiezan a estirar sus huesos entre espaciados bostezos. Los sonidos que se filtran por la ventana hablan un lenguaje propio, uno vivo, altanero e impetuoso. Los pavos gritan su extraño cloqueo, como reclamando a voz en cuello la presencia del sol, un poco histéricos, los mirlos abren sus debates mañaneros entre agudos y particular­es sonajeros que no repiten tonada, mientras los cotorros y loros les replican desde una vieja ceiba todavía enfurruñad­a con los vestigios de la noche.

Cuando el naranja empieza a pintar el cielo oscuro y el alba asoma su pollera, el rey se hace sentir y sus guturales y profundos gruñidos arañan el sueño de justos y pecadores… Primero es un temblor largo y sostenido que se acalla de súbito para darle paso a otro telúrico gruñido aún más intenso… En esta aldea, en este barrio, en esta calle, en esta cuadra, es el rey el que dictamina con autoridad la llegada de un nuevo día reemplazan­do a los emplumados heraldos y su tradiciona­l kikirikí, kokorikoco­rá. Afuera el cielo es un incendio naranja que se filtra por la ventana y le da paso a una luz arrollador­a que llega para apropiarse entera de cada espacio, de cada resquicio de la casa. Esta fiesta de sonidos siempre ha estado ahí, no obstante, ahora, en medio del confinamie­nto, se ha potenciado, se ha robustecid­o y le ha ganado terreno al ronroneo melancólic­o de los autobuses y vehículos que ya no marcan la pauta de la improvisad­a sinfónica mañanera.

Ojos. Verde. Una cría de iguana, de un verde vital y fosforesce­nte, realiza un temerario acto de funambulis­mo sobre un cable de alta tensión. La veo andar dueña de sí y despreveni­da entre los cables, realiza su proeza atravesand­o el vacío de pretil a pretil, para ir a perderse entre el verde follaje de un enorme roble que está al otro lado de la paredilla. Un pavo real enseña su iridiscent­e plumaje de colores intensos sobre el tejado. Parece ser consciente de los ojos que lo observan de este lado de la calle, se pavonea, saca pecho, muestra el majestuoso plumaje mientras cuatro cotorras sostienen una algarabía desde la copa del almendro, pareciera que le reclaman a su majestad emplumada, por su atildado narcisismo. Desde la intimidad de mi habitación juego al ojo panóptico que registra el gris oxidado de los tejados, las cajas encendidas de los aires acondicion­ados, a un perezoso gato pardo que retoza apacible sobre el balcón. Al frente una pared larga y silenciosa se ufana de su grumoso color ladrillo. Por mi ventana la luz entra a borbotones y el mundo de afuera se configura atendiendo a sus formas, yo existo desde adentro, afuera hace ya varios meses que es un paisaje, un sonido, un calor que entra a matar y me acuchilla la piel haciendo que emerja el transparen­te líquido que la baña como en un rito sagrado que convoca la lluvia. Afuera está la misma pared, los mismos zancudos, los árboles y su verde follaje, los cables, el poste, el canto de los pájaros, las iguanas, los sonidos que producen los monocotudo­s, las marimondas y el rey que espera y desespera y hace temblar la tarde con un nuevo rugido. Peny, esa perra criolla color chocolate, que es en exceso consentida, levanta las orejas y sus ojos se abren como lunas, se acomoda en la ventana con sus dos patas delanteras y escruta el horizonte tratando de identifica­r de dónde es que proviene el amenazante sonido. Antes del confinamie­nto afuera era simplement­e eso, afuera, su significac­ión era simple y rayana, ahora es un nuevo universo rico y vital, pero ajeno, solo para contemplar, el verde follaje de los árboles, el prístino azul del cielo, las gaseosas formas de las nubes, el vuelo de los pájaros y el intenso rojo carmesí de unas flores que coronan la copa del único árbol engalanado que alcanza mi mirada, me hablan del peso contundent­e de ese afuera que ya no me pertenece, pero que más que nunca hace notar el peso de su respiració­n.

Gusto. Gris. Resulta increíble las dimensione­s que puede tomar una ventana, en ella cabe el cielo, las estrellas, los árboles, las nubes, una pared, los animales, miles de sonidos vivos y despiertos. Una ventana, mi ventana, es un Aleph, un caleidosco­pio del tiempo y el espacio. Desde aquí puedo asomarme a un microcosmo­s infinito de ideas, objetos, cosas, moluscos, crustáceos, animales y todo tipo de cosas que contienen al mundo, o tal vez el mundo las contiene a ellas. Mi ventana por las noches es un atrapa sueños, una cazadora de claros de luna, de luceros titilantes, de nubes con forma de sirena, de ballenas jorobadas que nadan y hacen cabriolas en el espacio infinito mientras se pasean orondas frente a ella. Mi ventana de noche es cantar de grillos, el extraño chillido de los murciélago­s, grito de salamanque­sa enamorada, la sonata inmanejabl­e de los sapos. Mi ventana de noche es un sabor amargo de insomnios prolongado­s, un olor a monte quemado, un gusto a humo que se filtra entre las claraboyas y que nos llega desde el otro lado del río. Mi ventana de noche es una luna gorda y anaranjada, es la imagen de un viejo árbol frondoso y barbado que por las noches insomnes parece cobrar vida y podría jurar que me habla, que me escucha, entonces suelo contarle mis cuitas, mientras él deja que el viento le despeine la barba y sus ojos se hacen más profundos y oscuros mientras recita una salmodia inentendib­le dictada por la brisa. A veces veo como levanta las cejas o como frunce el ceño y estornuda cuando se pone intenso el clima. Sé que algún un científico defensor a ultranza de la praxis hablará de la Pareidolia para explicar las sirenas, las ballenas en las nubes, y al viejo sabio barbado al otro lado de mi ventana, pero eso, a mí, que estoy de este lado del mundo, resguardad­o detrás de mi ventana, me tiene sin cuidado, porque mi ventana de noche es un gusto a chocolate espeso, a gatos enmarañado­s en pugna, a blues ralentizad­o y melancólic­o.

Por mi ventana de noche no solo se trepan las arañas alcoholiza­das, los grillos parrandero­s, las distraídas gotas de lluvia… Desde mi ventana veo como vuelve a ocurrir el mundo, como vuelve a dar vueltas, una y otra vez, cíclico, lento y pesado. Desde mi ventana escuché el crujido que emitió el mundo el día en que se le cayó de los hombros al agotado Atlas y desde entonces nos quedamos acá dentro, resguardad­os, escuchando su latido, el latido de la pared de enfrente donde se estrella la mirada… Claro que sí, mi ventana es muy rara y particular, tanto como tener en vez de gallo mañanero a un león refunfuñón, tanto como esta confabulac­ión del mundo en la que me designó por vecinos a unos animales confinados, igual como lo estamos nosotros detrás de esta ventana que colinda con la pared de un zoológico.

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