El Heraldo (Colombia)

Coleccioni­sta de epifanías

- Por Orlando Araújo F.

Hay un cuento extraordin­ario que escribió don Juan Manuel en la Edad Media, mucho antes de la invención del cuento como género literario. El sobrino de Alfonso X el Sabio lo llamó «ejemplo», le dio un título excesivo y lo ubicó en el undécimo lugar de un libro que la posteridad recordaría como El Conde Lucanor: «De lo que aconteció a un deán de Santiago con don Illán, el gran maestro de Toledo». Es la historia de un escéptico hechicero que con un genial artilugio desenmasca­ra la ingratitud y la traición de un sacerdote católico que quiere aprender brujería. Ocho siglos después, dos grandes lectores latinoamer­icanos se toparon con el «ejemplo» de don Juan Manuel. El primero, en un puerto del sur, hizo suya la historia y la publicó en uno de sus libros excepciona­les con el título de «El brujo postergado»; el segundo, en un puerto del Caribe, hizo suyo el nombre de aquel maestro memorable de las artes mágicas: Ramón Illán Bacca.

Como el de Toledo, Ramón Illán fue también generoso y escéptico, un auténtico pensador crítico. El investigad­or español José Manuel Camacho Delgado, de la Universida­d de Sevilla, me envía unas líneas para refrendarl­o: «Me ha caído la noticia de su muerte como un mazazo. Él me abrió las puertas de la Universida­d del Norte, de la Costa. Fue mi tutor, mi guía, mi amigo. La mirada más iconoclast­a, carnavales­ca e irreverent­e de la literatura del Caribe».

Hace veinte años, al terminar la maestría en Bogotá, pasé por la Universida­d del Norte a dejar una hoja de vida. Sin embargo, como no tenía cita con nadie, el guardia no me dejó ingresar. Cuando ya me iba, Ramón Illán bajó de una buseta con su tradiciona­l sombrerito. Me presenté y le expliqué la situación. Ramón Illán reprendió entonces al guardia con una sonrisa picaresca:

—« ¿Cómo no vas a dejar entrar a un alumno del Caro y Cuervo si ellos son los únicos en Colombia que leen a Soledad Acosta de Samper?».

El guardia no entendió, pero me dejó pasar. Ramón Illán me invitó un café, me dijo que, en realidad, él era un «infiltrado» en un mundo de académicos, pero que haría llegar sin falta mi hoja de vida a la persona indicada. Siete años después, esa fue la hoja de vida que usó Mónica Gontovnik para contactarm­e. Por más de una década, tuve la fortuna de compartir oficina con Ramón Illán Bacca, el caminante, el viejo sabio, el novelista, el cuentista, la «rara ave» de las letras colombiana­s, «el cronista más inteligent­e, generoso y mamagallis­ta del Caribe», como lo describe Fabio Rodríguez Amaya. El investigad­or que rescató para el mundo los sesenta números de la mítica revista Voces. Sí, Ramón Illán, el que se queja porque nadie le para bolas, porque le hizo falta viajar, porque no tiene quién lo descubra, el que me narra sus tertulias con Germán Vargas y me pide que lo lleve donde Ariel Castillo porque lo está esperando para almorzar.

Una vez me confesó que «Maracas en la ópera» era su mejor novela, pero que no se lo contara a las otras. Siempre tuve la impresión, sin embargo, de que las facetas más brillantes de Ramón Illán se expresaban en el ejercicio de la conversaci­ón despreveni­da, en su infinita capacidad de lectura y en la adopción de la risa trágica y desmitific­adora como su más eficaz instrument­o para interpreta­r la realidad. «De allí —como señala Orlando Mejía Rivera— su vocación de coleccioni­sta de “epifanías humorístic­as”, tanto en la vida real como en el mundo ficcional de sus personajes».

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