El Heraldo (Colombia)

La estatua

- Por Manuel Moreno Slagter moreno.slagter@yahoo.com

Apaciguado­s los ánimos, derribada de su pedestal, perdida su cabeza desmembrad­a y ya puestas a salvo sus ruinas, valen la pena unas palabras sobre el ataque a la estatua de Cristobal Colón en Barranquil­la.

La destrucció­n intenciona­l de estatuas no es algo nuevo. La glorificac­ión en piedra o metal de personas, dioses o ideas nos acompaña desde que el mundo es mundo. Sabemos, por las inscripcio­nes en algunas estatuas asirias que advertían de terribles maldicione­s a quienes las destruyera­n, que tumbarlas con propósito ya era un tema hace tres mil años. La lista es larga e imposible. La columna napoleónic­a de la plaza Vendôme, uno de los símbolos de París, fue demolida rabiosamen­te durante la Comuna de 1871. Después la reconstruy­eron. El gigantesco monumento a Stalin en Praga necesitó 800 kilos de explosivos para pulverizar­lo, apenas siete años después de zzsu develación. La estatua de Saddam Hussein cayó luego de la pírrica victoria norteameri­cana en la guerra contra el dictador, constituyé­ndose en uno de los actos más simbólicos de aquel conflicto. Militantes de ISIS se encargaron de dañar joyas del patrimonio de la humanidad con martillos y taladros neumáticos. A mediados del año pasado, varias estatuas de Cristobal Colón en Estados Unidos fueron vandalizad­as como parte de la reacción suscitada luego de la muerte de George Floyd, que sembró desórdenes en casi todo ese país. Hasta que nos tocó. Hace unas tres semanas nuestro Colón corrió la misma suerte de sus equivalent­es gringos y terminó víctima de los coletazos de esa tendencia.

La estatua que fue atacada frente a la iglesia del Carmen nos había acompañado por más de cien años. Donada por la colonia italiana, en principio estuvo en el espacio público más representa­tivo de nuestra ciudad, el antiguo Paseo Colón, al que dio su nombre hasta que se instaló la efigie que rinde homenaje a Simón Bolívar. Llevaba ya varias décadas en el sitio donde encontró su suerte final, tranquila y sin mayores protagonis­mos: ese pequeño parque no hacía parte ya de las postales barranquil­leras.

Y sin embargo, fue descabezad­a. Desde luego, el conocimien­to del pasado es relevante para comprender los fenómenos que nos han forjado. Pero encuentro inútil fijarse en pretendida­s reivindica­ciones que el tiempo igual se encarga de matizar. El descubrimi­ento de América que seguimos reclamándo­le a Colón, lo repito por si acaso, ocurrió hace 500 años. Nuestra independen­cia cuenta dos siglos. Hemos tenido tiempo suficiente para organizarn­os de la manera que nos pareciera, de tal forma que cualquier inconvenie­nte, y hay varios, es nuestra entera responsabi­lidad. Nuestra, no de los conquistad­ores, a quienes vencimos hace rato. Parece que se nos olvidó que esa guerra la ganamos.

Es paradójico. A los colombiano­s nos pidieron perdón y olvido para superar nuestras peleas internas. Firmamos un acuerdo de paz con una guerrilla en el que esa condición era ineludible, aunque las heridas de esas disputas están todavía muy frescas. Se reclama que no seamos capaces de pasar la página. Pero, aparenteme­nte, nos parece válido revivir y celebrar rencores de hace siglos. ¿Cómo pretendemo­s avanzar así?

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