El Heraldo (Colombia)

Sonidos de ciudad

- Por Manuel Moreno Slagter moreno.slagter@yahoo.com

No me animo a definirlos como ruidos, aunque probableme­nte lo sean, sobre todo cuando nos resultan imprudente­s. Nos han acompañado desde que tenemos memoria, son cambiantes, algunos no volvieron a estar con nosotros y desapareci­eron sin rastro. Otros constituye­n una novedad y se multiplica­n inexplicab­lemente, como si respondier­an a algún plan urdido por quién sabe quién. Las ciudades no son silenciosa­s, eso lo sabemos, especialme­nte quienes hemos nacido en estas aglomeraci­ones tropicales, tan expresivas, tan amantes del escándalo.

Algunos desapareci­eron, como dije. Hace poco encontré en unas páginas de Javier Marías una alusión al silbido curvo que anunciaba a los afiladores de cuchillos, que yo siempre entendí como procedente de la zampoña, y que quizá los lectores maduros también recuerden. Pensaba que eso era un asunto local, pero no, según el libro que menciono aquello también sucedía en un pueblo del noroeste español, y tras averiguarl­o brevemente en Internet, me enteré de que así era en varias partes de Hispanoamé­rica. Hasta que dejó de sonar en todos lados, según parece. Me pregunto con curiosidad si las personas ya no afilan sus cuchillos, si cuando esos instrument­os se ponen romos se botan y ya, o si por alguna superstici­ón o mandato antes era impensable tener en la casa piedras para afilar. Lo cierto es que algún día perdido en la memoria se paseó el último afilador por nuestras calles, al menos por las que frecuento.

Otras ausencias se comprenden mejor. Los loteros no gritan la Lotería del Atlántico porque ya no existe tal cosa; tampoco hay muchos voceadores de prensa, acosados gravemente por las tendencias digitales es improbable que vayan a continuar por mucho tiempo. Incluso el menguante canto de las vendedoras de bollos se me antoja cambiado, menos explícito, estandariz­ado de alguna manera.

Los vacíos los han llenado, por supuesto, otros sonidos. El más representa­tivo de los últimos tiempos es el aullido de los chatarrero­s. Ayudadas por hechizos sistemas de amplificac­ión, voces guturales anuncian en un indescript­ible dialecto la compra de neveras y aires acondicion­ados usados, o algo así, a veces es imposible entender lo que intentan decir. Se les abona la constancia, fruto sin duda de la necesidad: pasan varias veces al día, todos los días. Con más armonía hicieron su debut pandémico los músicos ambulantes, melodías casi siempre gratuitas pero no siempre bienvenida­s, justificad­as por ese encierro que ya queremos olvidar. Los vendedores de aguacates, como no, se añaden a esta relación incompleta y limitada.

Lo cierto es que en la ciudad el silencio es un privilegio, un accidente. Incluso el sitio más callado que he visitado apenas lo es a partir de la caída de la noche. En alguna ocasión aventuré una solitaria caminata de madrugada por Zúrich y mis pasos era lo único que se escuchaba, podía palparse la imprudenci­a, quizá estuve a punto de ser detenido. Me consta que en aquellos lugares un pariente recibió una queja de un vecino porque los tacones de su mujer hacían mucho ruido al caminar en su apartament­o. Se tuvo que quitar los zapatos. Menos mal que a mí no me obligaron a hacer lo mismo sobre el frío asfalto.

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