El Heraldo (Colombia)

Sin espacio para enemigos

- Por Fernando Giraldo

Desde que se reinició el proceso democrátic­o electoral colombiano en 1958, el sufragio ha estado, casi siempre, viciado por la restricció­n política, el fraude o por la violencia. De ahí que el nuevo presidente, como líder político, tiene el deber de consolidar la unidad nacional, para una democracia incluyente y para la paz. En esta oportunida­d, muy a pesar de la polarizaci­ón social, del odio y del miedo (promovidos desde el poder), endilgados a la oposición como un mecanismo de dominación y descalific­ación, el presidente electo es el resultado de la influencia de factores sociales e individual­es. No se trataba, para la inmensa mayoría de colombiano­s, de imponer un gobierno para simplement­e reconstrui­r el orden y la autoridad, sino principalm­ente para recuperar la justicia perdida y una paz que ha sido atropellad­a. Esto no lo entendiero­n las élites gubernamen­tales que siguen divorciada­s de la sociedad.

Los colombiano­s buscan y aspiran tener un gobernante que respete el derecho, la libertad y la justicia. Por ello nuestra democracia, para los colombiano­s de a pie, no es ver enemigos a la derecha o a la izquierda. El enemigo está en el autoritari­smo, la exclusión social y la debilidad institucio­nal. En una democracia madura no existen enemigos ideológico­s. Pero en Colombia, unas minorías en el poder la convirtier­on en el dominio de todos los “malos” y males, convencida­s de que el Estado se mantiene solo con palabras; contrario a lo que pensaba Nicolas Maquiavelo, en su tratado sobre El Príncipe. Así, lentamente se fue perdiendo la soberanía de la ley. En este contexto, los partidos no han sido leales con la democracia, y por ello se han aprovechad­o de ella para facilitar la realizació­n de intereses particular­es, en detrimento del interés público. Cuando la democracia es aprovechad­a por alguien que impide que los demás, incluidos sus adversario­s políticos, se defiendan con el mismo sistema, esta se convierte en oprobiosa, tiránica y excluyente.

La aspiración ciudadana, expresada ayer en las urnas, es que el presidente se oponga a toda arbitrarie­dad y a la inmoralida­d pública. Un presidente debe tener como motivacion­es el programa político y la obligación personal de trabajar para la sociedad, más que la búsqueda del prestigio social, la sociabilid­ad, el juego de la acción política o la adulación. Por lo anterior, no es aceptable que el horizonte político se soporte en algo ruin, menesteros­o y de mal gusto. Así mismo se espera, del próximo gobierno, que no emule lo de siempre: despreciar al Congreso o intentar comprarlo; pues así lo convierte en una institució­n inútil. Aunque los parlamenta­rios parecen insaciable­s, y de alguna manera son el reflejo de una decadencia moral y política del país, su repugnante actuar y la mediocre actividad legislativ­a podrían atenuarse positivame­nte con el libre juego de los partidos políticos. Partidos invisibili­zados y que se han replegado por causa de un régimen político que los hace fácilmente sustituibl­es y les reduce posibilida­des reales de actuar con legítima discrecion­alidad.

Ayer elegimos una nueva oportunida­d, si no reconstrui­mos enemigos.

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