EN GUERRA CON la comida
ESTA CRÓNICA REVELA LAS LUCHAS DIARIAS A LAS QUE SE ENFRENTAN ALGUNAS MUJERES PARA PODER ENCAJAR EN LOS CÁNONES QUE IMPERAN EN NUESTRA SOCIEDAD SOBRE LA FIGURA Y EL PESO.
NUNCA DEJA de sorprenderme lo violentas que podemos llegar a ser con nosotras mismas. Cada vez que conozco una mujer en guerra con la comida, veo su sufrimiento. Desea controlar su alimentación, pero no lo logra. Quiere un cuerpo, pero no el suyo. Se ha visto fallar tantas veces que poca confianza le queda en ella misma. Cada dieta viene con su promesa y la esperanza se renueva. Sin embargo, la historia termina siendo la misma y, exhausta, ve cómo pasa el tiempo en una interminable sucesión de regímenes y métodos para bajar de peso.
Es predecible que la mujer en guerra haya caído presa de la mentalidad de dieta. Su mente, polarizada, cree en la perfección y la busca dentro de su plato y en su cuerpo. Tiene ideas fijas de cómo ‘debería’ comer y cómo ‘debería’ verse.
Pero comer nunca es un tema estático o perfecto. Es un proceso fluido y cambiante que se renueva todos los días. Ondula con la vida y las personas
más intuitivas al comer lo saben. Ellas no tienen una idea fija sobre la comida o sobre su cuerpo; se adaptan y, sin juicios, se permiten la amplitud para explorar y cometer errores.
Pero la mentalidad de dieta cree que es posible terminar de aprender a comer y juzga duramente. Hay alimentos malos y buenos. Los malos se castigan y los buenos se premian. Es terrible cuando la manera en que comemos es un reflejo de nuestro valor como personas. Es difícil vivir así, de un lado al otro, entre restricción y atracones, intentado controlar un péndulo que, inevitablemente, se balancea entre la ‘buena’ y la ‘mala’ conducta.
Comer no puede controlarse porque es un impulso. No es un proceso mental. Nos encantaría subyugar al cuerpo y decirle qué hacer, pero no se deja. El control que ejercemos sobre la comida es lo que genera el descontrol. Soltar es el único vehículo posible para sentir dominio sobre la alimentación. Pocas cosas agotan más que la búsqueda de la perfección. Y, a pesar de los pobres resultados de semejante emprendimiento, muchas mujeres continúan su estrategia porque soltar parece peligroso. Para confiar habría que saber que algo las sostiene, y no lo saben. Para eso están las dietas.
Soltar la comida no quiere decir que no nos responsabilicemos de ella o que no mejoremos la manera como nos nutrimos. Quiere decir que soltamos la intención de solucionar la vida con comida; que desechamos ideas morales ligadas al desempeño con la alimentación. Soltar significa aprender a comer desde la compasión y la aceptación, y a utilizar el cuerpo para informar nuestras decisiones sobre lo que necesitamos. Significa saber que nada está mal contigo. Eres como eres por razones legítimas y cualquier proceso de cambio puede ocurrir dentro del reconocimiento de nuestra humanidad.
No es extraño que todos estos fenómenos con la comida sean tan recurrentes. Desde pequeñas, a las mujeres nos dicen que el cuerpo nos garantiza algo. Puede ser amor, protección o éxito. Son moneda de valor. Paradójicamente, tanta obsesión con el cuerpo no nos vincula más a él. El resultado de tantos mensajes culturales sobre la apariencia es una profunda desconfianza. Comenzamos a relacionarnos con él desde ideas y conceptos sobre lo que necesitamos de él.
La lucha con la comida es un mecanismo de supervivencia, no es un tema de comida. Es un asunto de insatisfacción y de carencia. Es el material interior sin resolver. Es un tema del cuerpo y de nuestra disociación con él. Porque llega hondo y duele, el conflicto con la comida siempre trae consigo una oportunidad. Si atraviesas su malestar, te vas a encontrar de frente con tu capacidad para enfrentar los aspectos dolorosos de la vida.
LA HISTORIA DE DIANA
Hace un tiempo llegó a mi práctica de
coaching una mujer en guerra. A diferencia de muchas que luchan con la comida, ella llegó sin la esperanza de una solución rápida. Diana nació gorda. A veces, con mucha disciplina y fuerza de voluntad, logró bajar de peso. Por un rato, pues una y otra vez, su peso original la reencontró.
A Diana le dicen que tiene una cara bonita, que si pierde peso se vería bien. Sus colegas de la oficina, algunas metidas en la onda del fitness, le dicen que debería hacer el esfuerzo de hacer ejercicio.
Pero ella no tiene un problema de poco esfuerzo; dedicó tiempo y energía a lograr verse como ‘debía’. Pasó por mil dietas y especialistas. Consideró operarse. Cumplió su parte e intentó cambiar.
Sin embargo, después de años de tratar sin mayor éxito, decidió replantear las cosas. Así, una nueva idea surgió. ¿Es posible que el cambio no tenga nada que ver con mi cuerpo? ¿Será posible que nada esté mal conmigo?
Buenas preguntas, claro. Pero no es fácil indagar en ellas. Y no lo es por muchas razones. Primero, para Diana la comida es protección. Cuando era pequeña, su familia pasó hambre. Al estabilizarse económicamente, llenaron su nevera y sus gavetas de alimentos. Es un símbolo de prosperidad y seguridad. La comida, para ella, cumple una función más allá de la nutrición que recibe.
Segundo, Diana nació en una cultura en la que el cuerpo delgado es símbolo de prestigio. En todos sus trabajos, la charla casual ha girado en torno a las dietas: cuál está de moda, cuál fracasa, cuál promete, quién bajó de peso, quién ganó. Es un comportamiento tan normalizado que nunca cuestionó su validez; se sentía como un código para ser aceptada.
En todos esos años de lucha por perder peso para solucionarse, le pasó algo maravilloso y dijo “no más”. Se agotó. Se rindió. Pensó que, tal vez, habría algo más interesante en la vida que dedicarle tanta energía a la empresa de perder peso. Pensó que podría haber otros caminos.
Ahora recorre esos caminos. Es duro decidir aceptarse porque nunca nos hemos entrenado para tener conversaciones compasivas con nosotras mismas. Sabemos cómo juzgar y controlar. Sabemos distraernos con mil cosas con tal de no mirar lo que duele.
En la medida en que profundiza en su aceptación, más ira siente. Le enfurece que le digan qué dieta le sentaría bien o que le cuestionen qué come. Y la ira, bien vivida, es potente y catalizadora.
Le digo que su ira no está mal. La cultura vetó su cuerpo y su cuerpo le hace falta. Le dijeron que no era aceptable y comienza a vislumbrar la posibilidad de que se equivocaron. Aún le duele, quisiera ser aceptada y no tener que lidiar con la disfunción de la sociedad. Quisiera que su cuerpo fuera solo suyo.
Diana sí tiene una cara preciosa, pero además es brillante y abierta.
¿Y su cuerpo? ¿No es bello, legítimo, poderoso? Le aceptaron la cara, pero no el cuerpo. Nadie puede vivir sin cuerpo. El suyo tiene una gran fortuna: tenerla a ella. Sabrá encontrar su hogar santo, en contra de viento y marea. Porque, aunque no lo sepa, se adora y se cuida. Sabrá modular su rabia y transformarla para que no le haga daño. Sabrá aceptarse y mirarse completa. Encontrará estrategias que mejoren su salud, pero no porque las necesite para valer, sino porque todo lo que le cae bien a su cuerpo le cae bien a ella..