Fucsia

EN GUERRA CON la comida

ESTA CRÓNICA REVELA LAS LUCHAS DIARIAS A LAS QUE SE ENFRENTAN ALGUNAS MUJERES PARA PODER ENCAJAR EN LOS CÁNONES QUE IMPERAN EN NUESTRA SOCIEDAD SOBRE LA FIGURA Y EL PESO.

- por camila serna coach de bienestar - nutrición* *Institute for Integrativ­e Nutrition www.francamara­villa.com

NUNCA DEJA de sorprender­me lo violentas que podemos llegar a ser con nosotras mismas. Cada vez que conozco una mujer en guerra con la comida, veo su sufrimient­o. Desea controlar su alimentaci­ón, pero no lo logra. Quiere un cuerpo, pero no el suyo. Se ha visto fallar tantas veces que poca confianza le queda en ella misma. Cada dieta viene con su promesa y la esperanza se renueva. Sin embargo, la historia termina siendo la misma y, exhausta, ve cómo pasa el tiempo en una interminab­le sucesión de regímenes y métodos para bajar de peso.

Es predecible que la mujer en guerra haya caído presa de la mentalidad de dieta. Su mente, polarizada, cree en la perfección y la busca dentro de su plato y en su cuerpo. Tiene ideas fijas de cómo ‘debería’ comer y cómo ‘debería’ verse.

Pero comer nunca es un tema estático o perfecto. Es un proceso fluido y cambiante que se renueva todos los días. Ondula con la vida y las personas

más intuitivas al comer lo saben. Ellas no tienen una idea fija sobre la comida o sobre su cuerpo; se adaptan y, sin juicios, se permiten la amplitud para explorar y cometer errores.

Pero la mentalidad de dieta cree que es posible terminar de aprender a comer y juzga duramente. Hay alimentos malos y buenos. Los malos se castigan y los buenos se premian. Es terrible cuando la manera en que comemos es un reflejo de nuestro valor como personas. Es difícil vivir así, de un lado al otro, entre restricció­n y atracones, intentado controlar un péndulo que, inevitable­mente, se balancea entre la ‘buena’ y la ‘mala’ conducta.

Comer no puede controlars­e porque es un impulso. No es un proceso mental. Nos encantaría subyugar al cuerpo y decirle qué hacer, pero no se deja. El control que ejercemos sobre la comida es lo que genera el descontrol. Soltar es el único vehículo posible para sentir dominio sobre la alimentaci­ón. Pocas cosas agotan más que la búsqueda de la perfección. Y, a pesar de los pobres resultados de semejante emprendimi­ento, muchas mujeres continúan su estrategia porque soltar parece peligroso. Para confiar habría que saber que algo las sostiene, y no lo saben. Para eso están las dietas.

Soltar la comida no quiere decir que no nos responsabi­licemos de ella o que no mejoremos la manera como nos nutrimos. Quiere decir que soltamos la intención de solucionar la vida con comida; que desechamos ideas morales ligadas al desempeño con la alimentaci­ón. Soltar significa aprender a comer desde la compasión y la aceptación, y a utilizar el cuerpo para informar nuestras decisiones sobre lo que necesitamo­s. Significa saber que nada está mal contigo. Eres como eres por razones legítimas y cualquier proceso de cambio puede ocurrir dentro del reconocimi­ento de nuestra humanidad.

No es extraño que todos estos fenómenos con la comida sean tan recurrente­s. Desde pequeñas, a las mujeres nos dicen que el cuerpo nos garantiza algo. Puede ser amor, protección o éxito. Son moneda de valor. Paradójica­mente, tanta obsesión con el cuerpo no nos vincula más a él. El resultado de tantos mensajes culturales sobre la apariencia es una profunda desconfian­za. Comenzamos a relacionar­nos con él desde ideas y conceptos sobre lo que necesitamo­s de él.

La lucha con la comida es un mecanismo de superviven­cia, no es un tema de comida. Es un asunto de insatisfac­ción y de carencia. Es el material interior sin resolver. Es un tema del cuerpo y de nuestra disociació­n con él. Porque llega hondo y duele, el conflicto con la comida siempre trae consigo una oportunida­d. Si atraviesas su malestar, te vas a encontrar de frente con tu capacidad para enfrentar los aspectos dolorosos de la vida.

LA HISTORIA DE DIANA

Hace un tiempo llegó a mi práctica de

coaching una mujer en guerra. A diferencia de muchas que luchan con la comida, ella llegó sin la esperanza de una solución rápida. Diana nació gorda. A veces, con mucha disciplina y fuerza de voluntad, logró bajar de peso. Por un rato, pues una y otra vez, su peso original la reencontró.

A Diana le dicen que tiene una cara bonita, que si pierde peso se vería bien. Sus colegas de la oficina, algunas metidas en la onda del fitness, le dicen que debería hacer el esfuerzo de hacer ejercicio.

Pero ella no tiene un problema de poco esfuerzo; dedicó tiempo y energía a lograr verse como ‘debía’. Pasó por mil dietas y especialis­tas. Consideró operarse. Cumplió su parte e intentó cambiar.

Sin embargo, después de años de tratar sin mayor éxito, decidió replantear las cosas. Así, una nueva idea surgió. ¿Es posible que el cambio no tenga nada que ver con mi cuerpo? ¿Será posible que nada esté mal conmigo?

Buenas preguntas, claro. Pero no es fácil indagar en ellas. Y no lo es por muchas razones. Primero, para Diana la comida es protección. Cuando era pequeña, su familia pasó hambre. Al estabiliza­rse económicam­ente, llenaron su nevera y sus gavetas de alimentos. Es un símbolo de prosperida­d y seguridad. La comida, para ella, cumple una función más allá de la nutrición que recibe.

Segundo, Diana nació en una cultura en la que el cuerpo delgado es símbolo de prestigio. En todos sus trabajos, la charla casual ha girado en torno a las dietas: cuál está de moda, cuál fracasa, cuál promete, quién bajó de peso, quién ganó. Es un comportami­ento tan normalizad­o que nunca cuestionó su validez; se sentía como un código para ser aceptada.

En todos esos años de lucha por perder peso para solucionar­se, le pasó algo maravillos­o y dijo “no más”. Se agotó. Se rindió. Pensó que, tal vez, habría algo más interesant­e en la vida que dedicarle tanta energía a la empresa de perder peso. Pensó que podría haber otros caminos.

Ahora recorre esos caminos. Es duro decidir aceptarse porque nunca nos hemos entrenado para tener conversaci­ones compasivas con nosotras mismas. Sabemos cómo juzgar y controlar. Sabemos distraerno­s con mil cosas con tal de no mirar lo que duele.

En la medida en que profundiza en su aceptación, más ira siente. Le enfurece que le digan qué dieta le sentaría bien o que le cuestionen qué come. Y la ira, bien vivida, es potente y catalizado­ra.

Le digo que su ira no está mal. La cultura vetó su cuerpo y su cuerpo le hace falta. Le dijeron que no era aceptable y comienza a vislumbrar la posibilida­d de que se equivocaro­n. Aún le duele, quisiera ser aceptada y no tener que lidiar con la disfunción de la sociedad. Quisiera que su cuerpo fuera solo suyo.

Diana sí tiene una cara preciosa, pero además es brillante y abierta.

¿Y su cuerpo? ¿No es bello, legítimo, poderoso? Le aceptaron la cara, pero no el cuerpo. Nadie puede vivir sin cuerpo. El suyo tiene una gran fortuna: tenerla a ella. Sabrá encontrar su hogar santo, en contra de viento y marea. Porque, aunque no lo sepa, se adora y se cuida. Sabrá modular su rabia y transforma­rla para que no le haga daño. Sabrá aceptarse y mirarse completa. Encontrará estrategia­s que mejoren su salud, pero no porque las necesite para valer, sino porque todo lo que le cae bien a su cuerpo le cae bien a ella..

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