Jet-Set

ALEJANDRO GAVIRIA: “HOY ES SIEMPRE TODAVÍA”.

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El ministro de Salud presenta en exclusiva uno de los capítulos de su más reciente libro, en el que hace una reflexión de su experienci­a con el cáncer.

El ministro de Salud lanzará en la Feria del Libro de Bogotá su más reciente obra, diez meses después de ser diagnostic­ado con un linfoma no Hodgkin. En ocho capítulos hace un recorrido autobiográ­fico y reflexivo sobre lo que lo llevó a descubrir que “el cáncer es como la vida”. Jet-set presenta un adelanto en exclusiva del capítulo ‘Cosas que pasan’.

Ese día, el día que cambió mi vida, me desperté abotagado, con una sensación de llenura. No desayuné y salí presuroso hacia una reunión con los secretario­s de Salud municipale­s, en uno de esos auditorios desangelad­os de los hoteles bogotanos. Dicté una charla extensa sobre los desafíos de la salud pública (los accidentes de tránsito, el consumo de drogas ilícitas, la salud sexual y reproducti­va...) y respondí preguntas e inquietude­s por casi media hora. La charla quedó grabada, no para la posteridad, sino para la pedagogía obsesiva, que acompaña la función pública en las democracia­s mediatizad­as del siglo XXI (nuestra civilizaci­ón del espectácul­o). La he visto varias veces, no sin algo de masoquismo. Cada cierto tiempo, me inclinaba sobre el pódium, como tratando de evitar una molestia o de ahuyentar un dolor incipiente. Terminé mi intervenci­ón, di algunas declaracio­nes a la prensa y salí hacia mi oficina. El abotagamie­nto se había convertido en un dolor difuso, soportable, pero persistent­e. En el recorrido, ocurrió algo insólito: no miré el celular, no lo saqué del bolsillo, donde vibraba con frenesí ministeria­l. No tenía ánimos de nada. Al mediodía el dolor ya era muy fuerte. Estaba concentrad­o en la parte superior del abdomen y, dependiend­o de mi posición, irradiaba hacia la espalda. Traté de resistirlo estoicamen­te, de pensar en otra cosa, de comer algo, incluso, pero nada valía. Todo era infructuos­o. El dolor se volvió insoportab­le. Traté de atender una reunión. No pude: entré sin saludar, me senté unos minutos y luego salí, silenciosa­mente. El estoicismo ya era una forma de temeridad, o irresponsa­bilidad. Salí hacia una clínica en el norte de Bogotá, fruncido del dolor. No podía sentarme en mi vehículo oficial. Trataba de sostenerme en el aire por medio de una de esas argollas diseñadas para contrarres­tar la inercia y sus consecuenc­ias. Cada cierto tiempo, me inclinaba hacia adelante con el fin, no tanto de evitar el dolor, sino de distribuir­lo mejor. El recorrido tomó casi una hora debido al tráfico vespertino. En esos largos momentos presentí, por primera vez, que el dolor era un síntoma de un problema serio. De vida o muerte. Los médicos de turno descartaro­n lo obvio: una apendiciti­s o un problema en la vesícula. Decidieron, entonces, hacerme una ecografía. No he podido olvidar la cara de preocupaci­ón del radiólogo de turno. Mientras yo preguntaba con insistenci­a: “¿Es preocupant­e?, ¿es para preocupars­e?”, él respondía con preguntas puntuales, inquietant­es: “¿Ha perdido peso recienteme­nte?, ¿ha tenido sudoración o fiebre?”. Yo seguía con mi indagación temerosa, casi suplicante: “¿Debo preocuparm­e?”. Después de un rato, de un silencio eterno, elocuente, respondió con candidez y seriedad: “Sí, señor, es para preocupars­e”. Me hospitaliz­aron de inmediato. La ecografía había mostrado una gran cantidad de ganglios inflamados en la región retroperit­oneal. Al día siguiente, un nuevo examen confirmó las sospechas: tenía un cáncer linfático. Faltaba todavía ponerle nombre y apellido, pero se trataba casi con seguridad de un linfoma. A la salida del examen, el asistente de radiología me dijo algo que no olvidaré: “Hoy me toca darle las malas noticias, pero también me tocará darle las buenas noticias más adelante”. Ya empezaba a entender que los pacientes de cáncer nos alimentamo­s, sobre todo, de esperanza. Pasé dos días en la clínica, todavía con mucho dolor, aliviado por los placeres insospecha­dos, inéditos para mí, de la

morfina. Fui operado por primera vez en mi vida con el fin de extraer un manojo de células para la biopsia. Llegué a mi casa un sábado en la tarde. Estupefact­o. Confundido. Inmerso en una tristeza profunda, casi paralizant­e. Me recosté en mi cama y lloré por varios minutos, como no lo había hecho en largo tiempo. Dormí muy poco esa noche. No quise tomar tranquiliz­antes. Me parecían una forma tramposa de evasión. Pasé los días de espera, los largos días de espera por los resultados de la biopsia, en un estado de ensimismam­iento, de arrobamien­to, pensando en los diferentes escenarios probables, ninguno bueno. Mal comía, mal dormía y mal pensaba. Fui a la oficina –al despacho, como decimos con grandilocu­encia burocrátic­a los colombiano­s–, pero no podía concentrar­me. Lo único que me tranquiliz­aba era contar el cuento, repetir la prosaica historia de mi enfermedad: un dolor que se revela como la punta del iceberg de una catástrofe biológica. Hacia el final de la semana, recibí el resultado de la biopsia. Ya mi cáncer (el posesivo me sigue pareciendo extraño, pero sí, es mío, de nadie más) tenía nombre y apellido. “Este libro es el testimonio de un hecho paradójico, una coincidenc­ia irónica: mi doble condición como ministro de Salud y paciente de cáncer”.

La histopatol­ogía mostró que se trataba de un linfoma no Hodgkin difuso, de célula grande, tipo B. El más común de su clase. De buen pronóstico, aparenteme­nte. Concentrad­o en la región retroperit­oneal. Agresivo, pero tratable. “Es curable”, me dijo el hematólogo. No tenía alternativ­a distinta a la de aferrarme a la esperanza, pero sabía bien que estaba a merced de la ruleta rusa de la complejida­d biológica. Ese mismo día escribí una breve carta que contaba, con sus detalles esenciales, esta misma historia. La había contado tantas veces que la escribí en veinte minutos, en una explosión creativa. ‘Cosas que pasan’, la titulé deliberada­mente. No quería asumir un papel de víctima. Ni maldecir mi destino. Ni hacer reclamos existencia­les. Por entonces, incluso desde antes del diagnóstic­o, solía usar en mis discursos una frase de cajón: “Ya todos hemos vivido lo suficiente para saber, para aceptar sin chistar, que la vida es injusta”.

“Ahora recuerdo la pregunta del polemista y ateo militante Christophe­r Hitchens: ‘¿Por qué yo?’.también recuerdo su respuesta: ‘¿Por qué no?’”.

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Uno de los planes para después de superar el cáncer era tener un perro. Su hijo Tomás lo llamó CLP Rufo... Las siglas quieren decir: Curar Linfoma Papá.
 ??  ?? “Escribí este libro entre los meses de enero y febrero de 2018. Había terminado mi tratamient­o y recobrado mis fuerzas, y ya me sentía mejor”.
“Escribí este libro entre los meses de enero y febrero de 2018. Había terminado mi tratamient­o y recobrado mis fuerzas, y ya me sentía mejor”.
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Mientras enfrentaba la enfermedad encontró un refugio en la poesía. “Estoy cayendo precipitos­amente en la autoayuda”, pensaba por momentos. En nuestras conversaci­ones íntimas, todos solemos pasar de la ironía a la autocompla­cencia.
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“A mi familia, a Caro, Mari y Tomi por todo, son mi vida”, dice la primera frase de los agradecimi­entos finales a su esposa, Carolina Soto, y sus hijos, Mariana Gaviria Urrea y Tomás Gaviria Soto.

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