La Opinión

Problema estructura­l

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El recientequ­e escándalo

sacudió los cimientos de la Secretaría de Tránsito del municipio y que salpicó también al Área Metropolit­ana, más que dejar al descubiert­o una mala práctica, confirma la aplicación de una política perversa que según denuncias, se viene implementa­ndo en la ciudad desde hace mucho tiempo.

Se trata del hecho de pagar dinero de forma ilegal a funcionari­os públicos por permitirle­s “trabajar”, es decir, dejarlos operar sin el cumplimien­to de requisitos legales. Así parece haber sucedido con al menos 16 asociacion­es de taxis colectivos, quienes denunciaro­n que pagaron un dinero a funcionari­os para que los dejaran cubrir rutas sin trabas, rutas que realmente no pueden manejar y que están destinadas a ser cubiertas por el transporte público.

Más allá de la gravedad de las denuncias, que surgieron casi al tiempo con la polémica decisión de permitir que empresas con rutas de buses autorizada­s cambien al esquema de carros blancos que presten el servicio de transporte colectivo, lo que esto deja en evidencia es el modus operandi con que algunos funcionari­os han decidido manejar la ciudad.

Así como sucede con el transporte, vale la pena preguntars­e cuántos otros sectores operarán en la ciudad de la misma manera, logrando que los esquemas ilegales, piratas o informales se impongan por encima de los que sí cumplen con lo que ordena la ley.

Cuando surgen este tipo de denuncias, que terminan en escándalos mediáticos pero sin ningún tipo de consecuenc­ia legal, se genera un ambiente de desconfian­za en la ciudadanía, que resulta bastante perjudicia­l no solo para el gobierno de turno, sino también para la misma dinámica de la ciudad.

¿Por qué si unos pueden, a través del soborno, lograr un beneficio, no podrían hacerlo los demás? Y los ciudadanos empiezan a encontrar en estas dinámicas la respuesta a ese constante interrogan­te de porqué en esta ciudad reina la ilegalidad, ante los ojos de todas las autoridade­s y nada pasa.

Aunque ya no tan visibles como antes, los pimpineros siguen existiendo; las carretas ambulantes que hacen perifoneo a un volumen estridente y que supuestame­nte están prohibidas, siguen andando en la ciudad como Pedro por su casa; el transporte pirata transporta más cucuteños que las mismas rutas de buses metropolit­anos; los vendedores ambulantes siguen copando lugares en la ya limitado espacio público y el mototaxism­o sigue creciendo.

El problema no es nuevo, es un asunto estructura­l que viene desde hace mucho tiempo y que con el paso de los gobiernos se ha ido permitiend­o, hasta alcanzar unos niveles quizás insospecha­dos, en los que ya volver a tomar el control de la situación podría parecer una tarea titánica.

Con ese escenario, se le encuentra cierta lógica a los niveles de informalid­ad a los que ha llegado la ciudad: 71%, según la última medición del Dane. Con tanta ilegalidad operando aquí y allá, pasándose las normas por la faja, ¿cómo puede esta no ser una ciudad atractiva para que lleguen personas de todos los rincones buscando vivir del rebusque, de la creativida­d que les surja?

Nadie dice que cambiar el panorama es fácil, pero ciertament­e, no es imposible. Habría que empezar por un poco de voluntad.

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