La Opinión - Imágenes

Una noche de verano incipiente o de primavera tardía

- Carlos L. Vera Cristo (*)

El primer hombre, el del bombín, o sombrero hongo como le dicen algunos, no parecía demasiado corpulento. Pero tampoco demasiado pequeño. Usaba bigote bien recortado, grueso, como cualquier Chaplin o Hitler. Pero su mirada no era ni tan siniestra como la de éste ni tan resignada como la de aquel. Más bien irradiaba cierta paz. Siempre mantenía el sombrero puesto, por lo que se había olvidado de quitárselo al entrar en la habitación de su amigo, que por el contrario no tenía sombrero aun cuando era casi calvo. Los dos tenían tirantes y estaban en camisa de mangas largas, porque sus habitacion­es estaban casi vecinas y el uno simplement­e había venido a visitar por unos momentos al otro mientras se preparaban para las reuniones nocturnas del congreso empresaria­l a que asistían en Brujas, un día no muy caluroso de 1920. Dada su mutua con anza, el primero se había sentado en la cama del otro, porque cuando tocó, éste le indicó que la puerta no estaba cerrada y lo encontró levantándo­se apenas de su descanso.

Se reían celebrando alguna broma. El primero miraba al frente pues la espalda les daba hacia una pared contra la que estaba casi pegada la cama. Casi, aunque no del todo. El segundo encontraba la broma más divertida todavía que el primero, así que se había recostado de la risa contra la pared mirando hacia arriba y a pesar de que el espacio entre la pared y la cama no parecía muy grande, desapareci­ó por dicho espacio sin que el otro lo advirtiera. Cuando al n el primero se volteó hacia él, no lo encontró desde luego, lo que inicialmen­te lo sorprendió. Miró con los ojos bien abiertos y constatand­o que donde el otro estaba no había nadie, lo llamó por su nombre con leve tono de interrogac­ión y en seguida se paró a buscarlo por el baño. No encontránd­olo, supuso que mientras reían, el otro habría salido un momento a conseguir algo y regresaría pronto.

El segundo hombre había sido arrastrado bajo la cama porque allí se ocultaba una especie de oruga de metro y medio con patas de araña y cabeza grande de más de medio metro. De la boca le salían dos gar os o tenazas puntiaguda­s y de los lados de la cara dos tentáculos no muy largos pero gruesos como los brazos de un joven algo gordo. Con ellos tiró del dicho hombre, lo inmovilizó y en segundos le inyectó con los ganchos una sustancia que lo dejó paralizado casi en el acto.

El primer hombre, viendo que su compañero se demoraba en regresar, se sintió tentado de quitarse los zapatos y extenderse en la cama para descansar un rato. Tímidament­e y mirando hacia el frente de nuevo, quiso tocar la suave sábana, ngiendo no atreverse a mirarla. El orugo-araña estaba estirando un tentáculo sobre la cama para atrapar al primer hombre también, así que fue ahí donde el primer hombre puso su mano. Tanto el tentáculo como la mano se retrajeron de inmediato, sobresalta­dos. Cuando el hombre miró hacia donde había puesto la mano, solamente se veía allí la tersa sábana, así que resolvió no hacer caso y acostarse por un rato. El orugo ya estaba cansado del juego, por lo

que percibiend­o que el hombre tenía sus ojos cerrados decidió salir de debajo de la cama y empezar a actuar parado en el piso. Estirando las patas quedaba a más de un metro del suelo y la cabeza un poco más. Se fue acercando. Como escuchó algo de ruido, el primer hombre abrió los ojos y encontrand­o algo tan horrendo frente a sí, se persignó y los volvió a cerrar. Cuando ya los garfios estaban muy próximos a la garganta del hombre, una joven y rubia camarera de falda corta abrió la puerta de la habitación y viendo lo que pasaba, chilló absolutame­nte espantada y salió corriendo y gritando. El orugo fue tras ella velozmente, persiguién­dola con saña. Por lo que el hombre pensó que su obligación era defender a la joven y linda camarera. Tomó un paraguas y el portafolio y emprendió carrera para alcanzarlo­s. El viejo palacete convertido en hotel tenía muchos corredores que se cruzaban unos con otros. La joven era muy ágil y conocía bien los vericuetos, así que el orugo-araño quedó completame­nte extraviado y escogió meterse lentamente, con cara maligna, furiosa y frustrada, en una grieta gigante entre el techo y la pared. El primer hombre lo vio y pensó que era mejor dirigirse a su habitación con el fin de alejarse del peligro.

Pero habían pasado demasiados corredores y estaba desorienta­do. Finalmente encontró un corredor que se originaba bajando unas escalerita­s, lo siguió hasta el final, empujó la puerta, puesto que la había dejado sin llave al salir para donde su amigo, y entró. Como el tiempo para reiniciar las reuniones se agotaba, empezó a desvestirs­e para reposar unos minutos. Mientras lo hacía, cuando ya estaba solamente en ropa interior, notó que la habitación era un poco distinta de la suya, porque tenía unas barandas bajitas pegadas a las paredes, con pequeñas prominenci­as cuando se aproximaba­n para entrar al baño. Cayendo en cuenta de que no era su habitación, empezó a vestirse de nuevo, pero en ese momento se fue entreabrie­ndo la puerta y fue apareciend­o por ella el rostro de una anciana con anteojos verdes y nariz seria, que sonreía silenciosa y amablement­e. Desolado le gritó que no entrara todavía, que estaba en ropa interior, que por equivocaci­ón se había metido en esa habitación, que se estaba vistiendo de nuevo y que se retiraría de inmediato. Pero la anciana continuaba abriendo la puerta y entrando, con su bondadosa sonrisa, hasta que a pesar de los gritos del hombre, estuvo totalmente adentro. Una vez allí se dirigió tanteando con su varita hacia la pared y se agarró a la baranda y la fue siguiendo hacia el baño. El hombre se dio cuenta de que por fortuna era ciega y sorda. Aprovechó que ella estaba en el baño, para terminar de vestirse y salir a toda velocidad hacia la calle con su maletín de papeles porque no quería continuar bajo el peligro del orugo.

El tranquilo final del atardecer, que para esa época es hacia las ocho y treinta de la noche, estaba agradablem­ente cálido y brillante. De repente se levantó el viento. El maletín se le abrió y los papeles volaron por grupos en todas direccione­s. Con cierto desespero pensó que tenía que apurarse a recogerlos de manera organizada. Como el viento había amainado un poco, estaban reunidos en varios montones. Se apresuró a ir por el primer montón de papeles, pero cuando ya lo tenía casi en la mano vino una ráfaga que se los llevó y los separó considerab­lemente. Lo mismo ocurrió cuando logró acercarse al segundo montón. Para colmo de males la viejecita apareció y estaba empeñada en ayudar a recoger los papeles, tanteando con su caña, que lo único que hacía era desparrama­r los papeles que aún estuvieran en montoncito­s. Empezó a gritarle a la anciana que cejara en su empeño y lo dejara a él solo encargarse, pero desde luego ella no oía nada y seguía enviando papeles al viento.

Empezó entonces el sonido agudo, que si bien era intenso, resultaba muy difícil de escuchar. Había que hacer algo, pero costaba mucho esfuerzo. En el último instante logró descolgar el teléfono.

—Se ve que estabas profundame­nte dormido. Tampoco hemos podido despertar a Sigmund, que tiene la habitación cercana a la tuya, pero Rafaello se ha encargado de eso. Te estamos esperando para la reunión que se programó para las 8 de la mañana. Segurament­e se trasnochar­on mucho anoche. No nos vamos a estar toda la vida en Brujas. Por tardar, mañana saldremos de regreso, cada uno a nuestra casita. Y a nuestra mujercita — agregó risueño el amigo que llamaba, que estaba recién casado.

El primer hombre se sintió aliviado, pero la ansiedad que había estado sintiendo tomó unos minutos para desaparece­r. Luego sonrió y se metió por unos instantes a la ducha, se afeitó de prisa, se puso la muda de camisa y pantalones que había traído, se sentó en la cama, se puso las medias y se dirigió al sillón que siempre tienen las habitacion­es hoteleras frente a la cama, bajo el cual estaban los zapatos. En el camino pisó algo que hizo que sintiera que todos sus órganos de abajo, en especial el estómago, se subían a su garganta, dejando un gran vacío en el abdomen. La planta de su pie derecho había palpado claramente sobre el piso, a través de la media, una prominenci­a como el brazo de un joven algo gordo.

Levantó el pie con susto y cuando se decidió a mirar hacia abajo comprobó que se trataba de una de las piernas de los pantalones que se quitó, cansado, la noche anterior. Los había dejado en el suelo. Se los veía claramente, atravesado­s en el camino al sillón. Los extremos de las piernas o sea las botas, hacia el sillón y la parte correspond­iente a la cintura, bajo el borde de la cama. Más exactament­e un poco por debajo de la cama. De nuevo sintió gran alivio, sonrió y se puso los zapatos. Salió con la prisa que se requería para no llegar demasiado tarde a la reunión, pero puso en la puerta el letrero de no molestar para que no le confundier­an sus cosas. No necesitaba ningún servicio de habitación puesto que al otro día dejaría el hotel. Tomó un taxi y por pasar el tiempo se fue repasando las memorias vividas. O mejor, sentidas. Al llegar al final de la revisión, cayó en la cuenta de que la pierna del pantalón que estaba en el suelo no tenía por qué estar llena. Eran dos porciones de tela, que debían estar pegadas una a otra contra el piso. La planta de su pie había sentido claramente una prominenci­a como el brazo de un joven algo gordo. ¿O sería que su imaginació­n le hacía creer que fue así? Lo confirmarí­a por la noche. (Todavía le quedaba un día más en aquel palacete lleno de corredores. Y una noche más en la cama.)

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Charles Chaplin

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