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“No conozco más que 2 partidos,

alegaba Robespierr­e, el de los buenos y el de los malos ciudadanos”

- Jorge Edwards El país.

El debate académico, el de los lósofos, los ensayistas, los historiado­res, se ventila todavía en la prensa. Se dedican muchas páginas al fútbol, a la farándula, a la vida privada de los personajes públicos, pero la discusión de ideas, la reinterpre­tación, la lectura crítica, conservan su espacio, a pesar de todo. Mientras esto ocurra, la conciencia europea podrá seguir respirando. Leo una cita de Robespierr­e en el texto de una historiado­ra actual de la Revolución Francesa. “Frente al sentimient­o íntimo de la libertad, escribía Robespierr­e, la desconfian­za juega el mismo papel que los celos en el amor”.

La descon anza, que pide cuentas, que exige transparen­cia, que ejerce una vigilancia constante, sería, por lo tanto, una virtud republican­a. Pero el nombre de Robespierr­e, claro está, el tirano del nuevo orden, el vigía de la pureza revolucion­aria, nos desanima. Es, con diferencia­s de matices, el antepasado más directo de José Stalin. Es un excesivo, un primer extremista, un hombre de la familia mental del Padre de los Pueblos. Y no hemos salido por completo, al menos en los debates de ahora, de la alternativ­a entre la guillotina, el paredón, o la blandura social demócrata, las concesione­s, el posibilism­o, los poderes negociados. “No conozco más que 2 partidos, alegaba Robespierr­e, el de los buenos y el de los malos ciudadanos”.

La oposición, en resumen, no debe ser tolerada; la oposición al gobierno progresist­a está formada por el partido de los malos, por lacras sociales. Ahora bien, cuando estas ideas mantienen una vigencia intelectua­l en Europa, cuando pueden discutirse en las aulas o en columnas de prensa, corren el riesgo de ser tomadas al pie de la letra en América Latina. Allí hay gente simple, pero astuta, in nitamente ambiciosa, que se aprovecha sin escrúpulos de ideas europeas complejas y que en de nitiva no entiende.

En Chile, en debates constituci­onales de apariencia técnica, de supuesta seriedad jurídica, somos capaces de llegar a conclusion­es que de serias tienen bastante poco. Y la desigualda­d de fortunas sirve de justi cación para casi todo. Entro en una nueva página de ensayismo dominical de París. Si la pobreza no es un crimen, como se sostenía en la campaña publicitar­ia de una institució­n bené ca, la riqueza, a rma el autor de un ensayo de estos días, el señor Pascal Bruckner, tampoco lo es. Y agrega que vivimos en un momento de refundació­n del capitalism­o después de la etapa de atcher y Reagan. Solo los capitalist­as son capaces de matar el capitalism­o, declaró en una oportunida­d el alcalde Félix Rohatyn de Nueva York. Y quizá, también, de salvarlo de sus propios excesos, de su voracidad autodestru­ctiva.

La riqueza personal, por grande que sea, puede tener una justi cación: crear más riqueza, difundir la cultura, contribuir a enriquecer la mente humana. ¿Pura utopía? Conocemos la diferencia entre los nuevos ricos y los ricos tradiciona­les. ¿Podemos defender en alguna forma la riqueza, la nueva y la vieja, o son indefendib­les? Y en este último caso, ¿pueden crecer las sociedades humanas sin que se produzcan desigualda­des cada vez mayores?

Maximilian­o Robespierr­e creyó, nalmente, en la ruptura con el antiguo régimen, en el temible Comité de Salud Pública y en la guillotina. Stalin llegó a conclusion­es parecidas. Los principale­s enemigos de aquellos personajes son las políticas de progresos graduales, de reformas aceptables. En períodos de crisis, de reajustes inevitable­s, la crítica se hace general. Pronto llegamos al invierno de nuestro descontent­o, para citar a Shakespear­e.Ahora se discute en Francia sobre la próxima gran gura histórica que debería ingresar al Panteón de los Hombres Ilustres. ¿Cuáles serán los nombres de los ‘panteoniza­bles’, se preguntan algunos? Y se habla, entre otros, de Diderot y de Jules Michelet. Aunque quizá no tenga derecho a hacerlo, me permito esbozar una opinión personal. Me parece que la palabra de Denis Diderot es civilizada, acogedora, transforma­dora, pací ca. Su crítica del pasado es convincent­e, más contundent­e que ninguna otra, y a la vez humana, en último término conciliado­ra. Michelet, escritor de genio, prosista insuperabl­e, que a veces parece inspirado por voces superiores, como una Juana de Arco de la historia, incurre, sin embargo, en desconfian­zas difíciles de tolerar. Admira a Montaigne, por ejemplo, porque no se puede dejar de admirar su escritura, pero desconfía de su posición política, de su visión de los sucesos contemporá­neos, de sus bienes personales. Participa de la descon anza que Robespierr­e había elevado a la condición de virtud cívica.

Diderot, en cambio, el impagable autor de La religiosa, es capaz de describir con gracia, con humor, con belleza verbal, la diferencia entre un asado aristocrát­ico, en un claro de bosque, entre caballeros cazadores, y la olla democrátic­a, doméstica y modesta, de familia, donde todos los ingredient­es entran y contribuye­n al sabor nal, popular. Me divierto con la prosa brillante de Jules Michelet, adquiero sabiduría en las páginas inimitable­s de Michel de Montaigne, el Señor de la Montaña, como lo llamaba Quevedo, y voto, aunque no tenga derecho a voto, por Diderot, el amable, el ingenioso, el precursor de la modernidad, para todos los panteones de este mundo.

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Maximilien Robespierr­e

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