“No conozco más que 2 partidos,
alegaba Robespierre, el de los buenos y el de los malos ciudadanos”
El debate académico, el de los lósofos, los ensayistas, los historiadores, se ventila todavía en la prensa. Se dedican muchas páginas al fútbol, a la farándula, a la vida privada de los personajes públicos, pero la discusión de ideas, la reinterpretación, la lectura crítica, conservan su espacio, a pesar de todo. Mientras esto ocurra, la conciencia europea podrá seguir respirando. Leo una cita de Robespierre en el texto de una historiadora actual de la Revolución Francesa. “Frente al sentimiento íntimo de la libertad, escribía Robespierre, la desconfianza juega el mismo papel que los celos en el amor”.
La descon anza, que pide cuentas, que exige transparencia, que ejerce una vigilancia constante, sería, por lo tanto, una virtud republicana. Pero el nombre de Robespierre, claro está, el tirano del nuevo orden, el vigía de la pureza revolucionaria, nos desanima. Es, con diferencias de matices, el antepasado más directo de José Stalin. Es un excesivo, un primer extremista, un hombre de la familia mental del Padre de los Pueblos. Y no hemos salido por completo, al menos en los debates de ahora, de la alternativa entre la guillotina, el paredón, o la blandura social demócrata, las concesiones, el posibilismo, los poderes negociados. “No conozco más que 2 partidos, alegaba Robespierre, el de los buenos y el de los malos ciudadanos”.
La oposición, en resumen, no debe ser tolerada; la oposición al gobierno progresista está formada por el partido de los malos, por lacras sociales. Ahora bien, cuando estas ideas mantienen una vigencia intelectual en Europa, cuando pueden discutirse en las aulas o en columnas de prensa, corren el riesgo de ser tomadas al pie de la letra en América Latina. Allí hay gente simple, pero astuta, in nitamente ambiciosa, que se aprovecha sin escrúpulos de ideas europeas complejas y que en de nitiva no entiende.
En Chile, en debates constitucionales de apariencia técnica, de supuesta seriedad jurídica, somos capaces de llegar a conclusiones que de serias tienen bastante poco. Y la desigualdad de fortunas sirve de justi cación para casi todo. Entro en una nueva página de ensayismo dominical de París. Si la pobreza no es un crimen, como se sostenía en la campaña publicitaria de una institución bené ca, la riqueza, a rma el autor de un ensayo de estos días, el señor Pascal Bruckner, tampoco lo es. Y agrega que vivimos en un momento de refundación del capitalismo después de la etapa de atcher y Reagan. Solo los capitalistas son capaces de matar el capitalismo, declaró en una oportunidad el alcalde Félix Rohatyn de Nueva York. Y quizá, también, de salvarlo de sus propios excesos, de su voracidad autodestructiva.
La riqueza personal, por grande que sea, puede tener una justi cación: crear más riqueza, difundir la cultura, contribuir a enriquecer la mente humana. ¿Pura utopía? Conocemos la diferencia entre los nuevos ricos y los ricos tradicionales. ¿Podemos defender en alguna forma la riqueza, la nueva y la vieja, o son indefendibles? Y en este último caso, ¿pueden crecer las sociedades humanas sin que se produzcan desigualdades cada vez mayores?
Maximiliano Robespierre creyó, nalmente, en la ruptura con el antiguo régimen, en el temible Comité de Salud Pública y en la guillotina. Stalin llegó a conclusiones parecidas. Los principales enemigos de aquellos personajes son las políticas de progresos graduales, de reformas aceptables. En períodos de crisis, de reajustes inevitables, la crítica se hace general. Pronto llegamos al invierno de nuestro descontento, para citar a Shakespeare.Ahora se discute en Francia sobre la próxima gran gura histórica que debería ingresar al Panteón de los Hombres Ilustres. ¿Cuáles serán los nombres de los ‘panteonizables’, se preguntan algunos? Y se habla, entre otros, de Diderot y de Jules Michelet. Aunque quizá no tenga derecho a hacerlo, me permito esbozar una opinión personal. Me parece que la palabra de Denis Diderot es civilizada, acogedora, transformadora, pací ca. Su crítica del pasado es convincente, más contundente que ninguna otra, y a la vez humana, en último término conciliadora. Michelet, escritor de genio, prosista insuperable, que a veces parece inspirado por voces superiores, como una Juana de Arco de la historia, incurre, sin embargo, en desconfianzas difíciles de tolerar. Admira a Montaigne, por ejemplo, porque no se puede dejar de admirar su escritura, pero desconfía de su posición política, de su visión de los sucesos contemporáneos, de sus bienes personales. Participa de la descon anza que Robespierre había elevado a la condición de virtud cívica.
Diderot, en cambio, el impagable autor de La religiosa, es capaz de describir con gracia, con humor, con belleza verbal, la diferencia entre un asado aristocrático, en un claro de bosque, entre caballeros cazadores, y la olla democrática, doméstica y modesta, de familia, donde todos los ingredientes entran y contribuyen al sabor nal, popular. Me divierto con la prosa brillante de Jules Michelet, adquiero sabiduría en las páginas inimitables de Michel de Montaigne, el Señor de la Montaña, como lo llamaba Quevedo, y voto, aunque no tenga derecho a voto, por Diderot, el amable, el ingenioso, el precursor de la modernidad, para todos los panteones de este mundo.