Meditación sobre Antígona
Antígona es hija de Edipo y Yocasta, hermana de Ismene, Eteocles y Polinices, quienes se mataron en Tebas por la ambición y el poder. Creonte ordena no dar sepultura a Polinices; Antígona decide desobedecerlo aunque ello le cueste vida. Es fiel a la familia, a las costumbres y a la moral: prefiere morir lapidada a quebrantar sus principios.
Antígona avanza serena, conforme, hacia su lapidación: porque va a morir por honor, por haber cumplido el sagrado deber de enterrar a su hermano, desa ando al rey Creonte. Su conducta, propia de un juicioso criterio y un sentimiento de gran amor lial, me genera una sensación maravillosa, porque es bonito aprender de esa cohesión que se gesta en el alma cuando la verdad impera.
Su muerte será temprana, quizá una victoria contra el tiempo nefasto de la decepción y la calamidad, un premio a la dignidad: a veces, es bueno morir pronto.
Antígona superaba, así, la maldad de Creonte, su cobardía manifestada en crueldad, al juzgar de forma parcializada a Eteocles y Polinices, los dos hermanos enfrentados en Tebas, quienes se mataron por la ambición de gobernar.
SÍMBOLO DE GENEROSIDAD
Distinta a su hermana Ismene, Antígona era responsable de sus actos, rigurosa en su ética, la cual iba más allá de las condiciones de la época, de la tremenda sumisión de la mujer. Y es que cuando uno gana por cobardía, no es feliz; lo contrario, se van acumulando en su consciencia pesares de decencia frustrada y la vida se torna un complejo fardo colmado de decepciones, aunque uno no se dé cuenta.
La ambición, la soberbia y el poder, han enseñado a los seres humanos a convivir con la falta de escrúpulos y a cohonestar esa miseria; pero es una a icción: se mete dentro del alma y va haciendo un trabajo continuado de desilusión.
Ante la orden de Creonte, Antígona se rebela, porque sabe defender su hidalguía, a pesar de lo que haya de perder, su amor por Hemón, el hijo de su verdugo, su familia y ese caro deber de hacer crecer el recuerdo de Edipo. Y no se niega a ningún sacri cio.
Es símbolo de generosidad, Antígona, nacida para compartir amores y corresponder a la vocación familiar, a las costumbres y las tradiciones, que había que cumplir para mantener la nobleza del ser humano. Y no ama de palabra, sino con actos, incluso enfrentada a la cúspide del poder, madura en el proceso de ir desacelerando sus pasos cada vez que la tortura la afana, pero con una ardiente
ama en el corazón que la hace soportar las adversidades.
LA FUERZA DEL DESTINO
La fuerza del destino es tan esquiva como incontrolable y tremenda, contra ella no se debe combatir, pues se hace inminente el fracaso: se debe plegar uno, porque él destino es bueno sólo por las buenas.
Lo demás es insensato. Lo mejor es ir aceptando con prudencia las voces del tiempo, ir sacando a la luz los secretos del porvenir.
Por ello, Antígona, inmensamente dolida por la pérdida de sus hermanos y más por la injusticia con Polinices,
al no autorizarse su sepultura y dejarlo a los perros, se dignifica ante el destino y acomete una marcha serena e ilustre hacia su propia tumba: es como una alabanza grata al coraje de vivir: “Me va a someter el destino a mí al sueño eterno”, dice en el camino al encerramiento en el tumulto que la espera, preparado por Creonte.
Es como si la humanidad avanzara con ella, orgullosa de su valor, de las ideas nobles, de las grandes soluciones, justas y decorosas, de la misión de no haber transgredido sus propias leyes, ni la enseñanza de los dioses de no ceder ante las amenazas.
LA SOMBRA DEL VALOR
Porque si uno enfrenta las cosas, y las personas, ellas mismas proporcionan las soluciones a sus conflictos, como las halló ella en el gran amor de Hemón (hijo de su verdugo Creonte), o en el de sus hermanos, incluso el de Ismene, tan débil, cobarde y sumisa pero que, al final, algo aprende del valor de su hermana.
Contrario a esa espantosa costumbre que tenemos los humanos de ser como la sombra de una corriente de imposiciones y de imitaciones, marionetas que avanzan soslayando sus propios deberes y quizá sus propios sueños.
El valor es como una astucia especial que empieza con lentitud y va adquiriendo oleaje, como el mar, o fuerza, como el viento, si se le da cuerda al templete que amarra a lo mortal y deja trascender al ser humano al infinito: entonces el camino largo se hace más corto y se asoman a los días partes de victoria, se quitan el caparazón los secretos del universo que, en el fondo, son tan sencillos como el corazón del hombre cuando no se ha contaminado de lo terreno, como aquella alegría escondida que se experimenta cuando llegan las cosas que uno no esperaba.
DRENAJE DE MISERIAS
El desastre es catastrófico: la muerte de Antígona, el suicidio de Hemón, el de Eurídice, los flagelos de la ciudad, en fin, la evolución de lamentos por un error de soberbia, el de Creonte, que sólo reconoce -y parcialmente- su equivocación al contemplar el cadáver de su hijo amado y la pérdida de sus valores queridos.
No captó Creonte que la misión era ser hombre de bien tanto en su contexto privado como en el público, que la prudencia en el obrar es el don más valioso, que las cosas no pertenecen a una sola persona sino son de todos. Los errores son fugas demenciales; de hecho, cuando los humanos los cometemos salimos de nuestra esencia de bondad para tomar decisiones que ni siquiera imaginamos. Después, no podemos drenar la podredumbre que generan. De manera que es necesario hacer cada vez más breves los pesares y más lenta la sensatez, porque de esa combinación se gesta la ecuanimidad que es el fundamento de la felicidad. Y en lugar de esperar a que eso lo enseñe la vejez, podría intentarse anticipar la madurez, vencer la arrogancia, dejar la soberbia y nutrirse de ilusiones. Aprender que es mejor el silencio que los gritos y que en la gravedad del pensamiento está la semilla de la madurez.
EPÍLOGO
¡Honor a Antígona! Cuánto nos enseñó con su dignidad y el inmenso valor de familia que justificó su sacrificio.