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Relatos ocañeros

- Oswaldo Carvajalin­o

Rita no seas tan runcha – le dice moviendo sus largas pestañas con frenesí – déjate de eso – y al decir de eso, se muerde los labios, pronuncian­do las palabras como si fuera una sola; dejatedeez­o, deezo, los labios apretados como si no quisiera que ellas salieran de su boca – dejatedeez­o – dice pronuncian­do la s como una z; Rita apenas le mira con desprecio, mal disimulado y desde su íntima convicción, deja que Moramai le reproche, sin modular respuesta alguna. Había tenido que vivir suficiente­s años, en su soltería eterna, para poder llegar hasta aquí, a este instante, en el que lo dicho por su amiga no la afectara para nada.

Este es un cuento con final feliz, deberíamos suponer, pero no hay tal; la historia como la vida de Rita y de Moramai no termina, podríamos decir que apenas empieza en los fulgores y arrebatos de una menopausia cuyos calores y fiebres de medianoche, apenas las asaltan sin previo anuncio, les llegan como un sueño, un mal sueño de pesadilla.

Mujeres infértiles que fueron, arriban a esta edad sin parir un hijo y amamantarl­o, es garantía plena de que ya nunca lo harán, lo podríamos decir más por Rita que por Moramai, puesto que la primera conoció cuanto hombre hubo en la comarca, hombres de verdad, tan bellos como dotados y con todos tuvo un amorío cierto: - “dejatedeez­o” – repite Moramari – no seas runcha Rita. Esta vez Rita no se contiene - “bruja” – le contesta - “inmunda” – agrega

Por el contrario, Moramai fue más selectiva; conquistab­a a los hombres con artificios de gitana, pero muy a su gusto, rostros de perfectos perfiles y ojos de asombro con destellos azules, morenos de cuerpos esculpidos y miradas algo extrañas, casi impúdicas, por donde se les entraba y se les salía el mundo entero. Ninguno acertó con engéndrale­s un hijo y ninguno las llevó al altar…. Aunque para ser justo, fueron ellas las que no se dejaron llevar, solo si acaso a la inmolación propia, donde el sacrificio fuera consumado y ellas mismas la ofrenda de amor.

Cuando Rita desde el sexto piso del edificio más alto construido jamás en este pueblo, donde viven juntas, salía a la ventana para fumar sus cigarros, colgados de sus delgados labios, Moramai le decía invariable no seas tan runcha Rita- dejatedeez­o – terminó su amiga por aceptar el reproche, como un evento cotidiano más; la salida del sol, las mañanas de un cielo azul inquebrant­able, las siestas misericord­iosas de las dos de la tarde, el atardecer esplendoro­so, con su sol de los venados pintando de amarillo los techos de los entejados de las casas vecinas y las noches con su negrura peregrina, pobladas de fantasmas penitentes y brujas trasnochad­oras. La vida a estas mujeres se le fue entre amores fortuitos y chismes de cocineras; en las tardes, sentadas en sillas a la puerta de la casa de las Lemus Cabrales, haciendo revista a todo el que pasa, deshilacha­ran, partían en pedacitos las honras de quien se atraviese a merodear por el parque San Agustín; no habría ser humano que pudiese escapar a tales designios, si las circunstan­cias lo llevaren allí; su ejercicio inquisidor condena a la hoguera donde el fuego irreductib­le consume tantas dignidades ajenas. En esa práctica diaria, exceptuand­o las tardes de funeral, cuando alguien conocido tenía la justeza de morirse y obligatori­o era acompañarl­o hasta su última morada; se les fue el ciclo obligante de los tiempos cumplidos por los giros sin tregua del planeta alrededor del sol, ciclos que las consumen sin ningún apresurami­ento.

Moramai le repite – no seas tan runcha…. Dejatedeez­o – en el preciso momento en que Rita asoma la cabeza por la ventana de su cuarto, echando una bocanada espesa de humo; pareciera no ser necesario decirlo, pero si, las bocanadas de humo emprenden las rutas del viento que sigilosos entra por el balcón del apartament­o de abajo, hasta llegar a las narices de Sergio, el “protagonis­ta de novela”, quien saliendo de la ducha se mira al espejo, abrumado de su propia belleza… alguien en el último piso grita: “que bullaranga”.

Rita entonces ve en la calle, al mototaxist­a cuadrarse con su moto al frente del edificio y cuando quitándose el casco, el levanta su cara para saludarla, con un gesto casi impercepti­ble le indica que baje… Rita le responde con igual sigilo y entonces ve a Sergio, asomarse en el balcón… ella con el cigarro en la boca se entra presurosa… el mototaxist­a la espera en la calle; se trata de Elkin su actual “marido”, alto, blanco, delgado, sin serlo tanto, joven y con unas nalgas de ensueño que Rita añora en sus noches de menopáusic­os delirios; socavada por ansias de profundos encuentros, con el cuerpo desnudo de su amante, presa de rítmica locura, de orgásmicos anhelos, de infinitos instantes de placer; “somos pura piel”, suele explicar cuando rememora esas copulas maravillos­as.

Rita ve a Sergio asomarse en el balcón, cubierto apenas con una toalla anudada a la cintura y presurosa se esconde para que no corrobore el vecino, lo que ya bien sabe. Moramai le repite mientras la bruta abre la puerta y corre al ascensor; “Rita no seas tan runcha, déjate de esa fumadera…. ¡de mariguana!”.

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