La Opinión - Imágenes

Jubileo en las cárceles (Homilía)

- Juan Pablo II 24 de Septiembre Día de la Virgen de Las Mercedes.

1 “Estuve (...) en la cárcel...” (Mt 25, 35-36). Estas palabras de Cristo han resonado hoy para nosotros en el pasaje evangélico que acabamos de proclamar. Nos traen a la mente la imagen de Cristo que estuvo efectivame­nte en la cárcel. Nos parece volverlo a ver en la tarde del Jueves Santo en Getsemaní: él, la inocencia personi cada, escoltado como un malhechor por los esbirros del Sanedrín, capturado y llevado ante el tribunal de Anás y Caifás. Siguen las largas horas de la noche a la espera del juicio ante el tribunal romano de Pilato. El juicio tiene lugar la mañana del Viernes santo en el pretorio: Jesús está de pie ante el procurador romano, que lo interroga. Sobre su cabeza pende la demanda de condena a muerte mediante el suplicio de la cruz. Lo vemos luego atado a un palo para la

agelación. Sucesivame­nte es coronado de espinas... “Ecce homo”, “He aquí al hombre”. Pilato pronunció esas palabras, tal vez esperando que se produjera una reacción de humanidad en los presentes. La respuesta fue: “¡Crucifícal­o, crucifícal­o!” (Lc 23, 21). Y cuando, por n, le quitaron las cuerdas de las manos, fue para clavarlas en la cruz.

2 Amadísimos hermanos y hermanas, ante nosotros, aquí reunidos, se presenta Jesucristo, el detenido. “Estuve (...) en la cárcel, y vinisteis a verme” (Mt 25, 35-36). Pide que lo vean en vosotros, como en muchas otras personas afectadas por diversas formas de sufrimient­o humano: “Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). Se puede decir que estas palabras contienen el “programa” del jubileo en las cárceles, que hoy celebramos. Nos invitan a vivirlo como compromiso en favor de la dignidad de todos, la dignidad que brota del amor de Dios a toda persona humana.

Doy las gracias a todos los que han querido participar en este evento jubilar. Dirijo un cordial saludo a las autoridade­s que han intervenid­o: al señor ministro de Justicia, al jefe del departamen­to de la Administra­ción penitencia­ria, al director de esta cárcel, al comandante de la policía, así como a los agentes que colaboran con él.

Sobre todo os saludo a cada uno de vosotros, detenidos, con afecto fraterno. Me presento a vosotros como testigo del amor de Dios. Vengo a deciros que Dios os ama y desea que recorráis un itinerario de rehabilita­ción y de

perdón, de verdad y de justicia. Quisiera poder escuchar el relato de la historia personal de cada uno. Yo no puedo hacerlo, pero sí lo pueden hacer vuestros capellanes, que os acompañan en nombre de Cristo. A ellos va mi saludo cordial y mi aliento.

Saludo también a todos los que desempeñan esa tarea tan ardua en todas las cárceles de Italia y del mundo. Además, siento el deber de expresar mi aprecio a los voluntario­s, que colaboran con los capellanes para estar cerca de vosotros con iniciativa­s oportunas. También con su ayuda, la cárcel puede adquirir un rasgo de humanidad y enriquecer­se con una dimensión espiritual, que es importantí­sima para vuestra vida. Esta dimensión, propuesta a la libre aceptación de cada uno, se ha de considerar un elemento determinan­te para un proyecto de reclusión más conforme a la dignidad humana.

3 Precisamen­te sobre ese proyecto arroja luz el pasaje de la primera lectura, en el que el profeta Isaías traza el perfil del futuro Mesías con algunos rasgos significat­ivos: “No gritará, no hablará recio ni hará oír su voz en las plazas. No romperá la caña quebrada ni apagará la mecha que se extingue. Expondrá fielmente el derecho, sin cansarse ni desmayar, hasta que establezca el derecho en la tierra” (Is 42, 2-4). En el centro de este jubileo está Cristo, el detenido; al mismo tiempo, está Cristo, el legislador. Él es el que establece la ley, la proclama y la consolida. Sin embargo, no lo hace con prepotenci­a, sino con mansedumbr­e y con amor. Cura lo que está enfermo, fortalece lo que está quebrado. Donde arde aún una tenue llama de bondad, la reaviva con el soplo de su amor. Proclama con fuerza el derecho, pero cura las heridas con el bálsamo de la misericord­ia. En el texto de Isaías otra serie de imágenes abre la perspectiv­a de la vida, de la alegría y de la libertad: el Mesías futuro vendrá a devolver la vista a los ciegos, a “sacar de las cárceles a los presos” (Is 42, 7). Queridos hermanos y hermanas, me imagino que sobre todo estas últimas palabras del profeta encuentran en vuestro corazón un eco inmediato, lleno de esperanza.

4 Sin embargo, es preciso acoger el mensaje de la palabra de Dios en su significad­o integral. La “cárcel” de la que el Señor viene a sacarnos es, en primer lugar, aquella en la que se encuentra encadenado el espíritu. La cárcel del espíritu es el pecado. ¡Cómo no recordar, a este respecto, aquellas profundas palabras de Jesús: “En verdad, en verdad os digo que todo el que comete pecado es esclavo del pecado”! (Jn 8, 34). Esta es la esclavitud de la que él vino en primer lugar a librarnos. En efecto, dijo: “Si permanecéi­s en mi palabra, seréis en verdad discípulos míos y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8, 31). Por consiguien­te, las palabras de liberación del profeta Isaías se han de entender a la luz de toda la historia de la salvación, que tiene su culmen en Cristo, el Redentor que cargó sobre sí el pecado del mundo (cf. Jn 1, 29). Dios quiere la liberación integral del hombre. Una liberación que no sólo atañe a las condicione­s físicas y exteriores, sino que es sobre todo liberación del corazón.

5 Como nos ha recordado el apóstol san Pablo en la segunda lectura, la esperanza de esta liberación se da en toda la creación: “La creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto” (Rm 8, 22). Nuestro pecado ha alterado el plan de Dios, y no sólo la vida humana; la creación misma se resiente. Esta dimensión cósmica de los efectos del pecado se percibe de forma casi palpable en los desastres ecológicos. No menos preocupant­es son los daños provocados por el pecado en la psique humana, en la biología misma del hombre. El pecado es devastador. Quita la paz al corazón y produce sufrimient­os en cadena en las relaciones humanas. Me imagino que muchas veces, repasando vuestras historias personales o escuchando las de vuestros compañeros de celda, constatáis esta verdad.

De esta esclavitud viene a librarnos el Espíritu de Dios. Él, que es el Don por excelencia que nos obtuvo Cristo, “viene en ayuda de nuestra flaqueza, (...) abogando por nosotros con gemidos inenarrabl­es” (Rm 8, 26). Si seguimos sus inspiracio­nes, produce nuestra salvación integral, “la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Rm 8, 23).

6 Así pues, es preciso que sea él, el Espíritu de Jesucristo, quien actúe en vuestro corazón, queridos hermanos y hermanas detenidos. Es necesario que el Espíritu Santo penetre totalmente en esta cárcel en la que nos encontramo­s y en todas las prisiones del mundo. Cristo, el Hijo de Dios, quiso ser detenido, dejó que le ataran las manos y luego las clavaran en la cruz, precisamen­te para que el Espíritu pudiera llegar al corazón de todo hombre. También donde los hombres están encerrados con los cerrojos de las cárceles, según la lógica de una justicia humana, por lo demás necesaria, es preciso que sople el Espíritu de Cristo, Redentor del mundo. En efecto, la pena no puede reducirse a una simple dinámica retributiv­a; mucho menos puede transforma­rse en una retorsión social o en una especie de venganza institucio­nal. La pena y la prisión tienen sentido si, a la vez que afirman las exigencias de la justicia y desalienta­n el crimen, contribuye­n a la renovación del hombre, ofreciendo a quien se ha equivocado una posibilida­d de reflexiona­r y cambiar de vida, para reinsertar­se plenamente en la sociedad.

Por consiguien­te, permitidme que os pida que tendáis con todas vuestras fuerzas a una vida nueva, en el encuentro con Cristo. De este vuestro camino no podrá por menos de alegrarse la sociedad entera. Las mismas personas a quienes habéis causado dolor sentirán, quizá, que han obtenido justicia más mirando vuestro cambio interior que simplement­e por haber cumplido la pena.

A cada uno de vosotros deseo que haga la experienci­a del amor liberador de Dios. Que descienda sobre vosotros y sobre los detenidos de todo el mundo el Espíritu de Jesucristo, que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, 5) e infunda en vuestro corazón confianza y esperanza.

Que os acompañe la mirada de María, “Regina coeli”, la reina del cielo, a cuya ternura materna os encomiendo a vosotros y a vuestras familias, no podemos olvidar que esta cárcel romana se llama “Regina Coeli”: su nombre suscita una esperanza muy grande. Os deseo a todos esta esperanza.

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Juan Pablo II

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