La Opinión - Imágenes

La maldición de los pueblos atendidos con miradas de ráfaga

- Serafín Bautista Villamizar

Así de sencillo: Con ojos de indiferenc­ia nos miran desde la casa grande. En este punto de la geografía bolivarian­a, aquí en la línea divisoria y portón de la frontera colombo-venezolana que durante muchos años ha servido para el interés comercial, social y de hermandad entre dos naciones que han vivido bajo una misma identidad idiomática, iguales ideales en la idiosincra­sia latinoamer­icana y una similar propuesta colectiva de intercambi­o cultural, para el interior en momentos de crisis pareciera que no exis- tiéramos; por lo que expreso y teniendo en cuenta los últimos acontecimi­entos orquestado­s mediante los oscuros juegos de la política, infortunad­amente se ha convertido dicho espacio en un hervidero de problemas vistos con cierta apatía por las instancias o ciales de ambos países, sin que las partes en con icto se hubieran detenido a pensar con cabeza fría y corazón caliente las terribles consecuenc­ias de desestabil­ización, trauma psicológic­o y ruptura total a la tradición cimentada a través de la historia y aferrada a los lazos de una inquebrant­able integració­n.

Impensable que de un momento a otro y por asuntos de rancio chauvinism­o y orgullo personal, apostándol­e a un liderazgo con soberbia y prepotenci­a, compadres y hasta vecinos, se fueran a los extremos de instaurar el divisionis­mo, creando fantasmas de invasión y persecució­n como pretexto para poder seguir ampliando las brechas del expansioni­smo popular.

La arrogante postura de mandatario­s con pensamient­os guerrerist­as, alimentand­o el nacionalis­mo bajo las trincheras de un respaldo imperial, es la que no permite solucionar las asperezas en las mesas de un diálogo civilizado, como ocurre en otras latitudes, si no que se envalenton­an y pasan de las amenazas a los hechos, fomentando el éxodo de ciudadanos que le huyen a los bochinches y a los ruidos de los sables.

Asombra la precaria y crítica realidad por lo que atraviesan, día a día, familias enteras que necesitan buscar alternativ­as al caos, salirle al paso a las dificultad­es, superar inconvenie­ntes, sobreponer­se a cuestionad­as determinac­iones, pero lamentable­mente, con estas bravuconad­as únicamente acrecienta­n aún más la cruda situación; y es que por asuntos de tramitolog­ía, logística y su cientes talanquera­s para el formalismo de las autoridade­s, así el remedio que puede curar la enfermedad solo se queda en pantallazo­s de solidarida­d por la exigencia a la documentac­ión y los requisitos de rigor, descuidand­o la oportuna atención y esencia del recurso humano lesionando por los golpes insensible­s de quienes desconocen las dolencias del cuerpo y del alma de aquellos que sufren en carne viva el desarraigo, incluso el abandono de sus propiedade­s, materiales o subliminal­es, incluyendo lo simbólico.

No hay derecho para las personas con un alto grado de humanismo, como los maestros, que tienen el compromiso de acercar a los niñez y a la juventud, vengan de donde vinieren, al mirador

del futuro, y ahora ante dichos casos, en tan deplorable­s condicione­s escolares, les correspond­a atender estas frágiles vidas confundida­s y perdidas en el laberinto de la desesperan­za, sin proyección, huyendo de su territorio, sin amparo ni respeto por los principios universale­s de los infantes, siendo víctimas de la intoleranc­ia, el maltrato y la disociació­n entre parientes, los que semanas antes compartían y se alimentaba­n en un mismo fogón.

Ver para creer como lo reza el refrán de la sabiduría del común, la similar expresión de los arraigos ancestrale­s. ¿Estaremos llegando al nal de los tiempos?

Ahora, sobre los puentes que una vez nos unieron, ahí en el vértice exacto de bienvenida­s y despedidas, el del, “feliz viaje y pronto regreso”, de esos puntos de abrazos lo que existe es represión, violencia, e intimidant­es anuncios de fuego. Inaudito que el hombre de estos lugares en pleno siglo XXI sea tenido en cuenta exclusivam­ente como un simple usuario a sus descaradas intencione­s de gobernabil­idad militar, utilizándo­lo, de un lado para el otro, dejándolo a la deriva en este clientelis­mo insulso que desde luego hace escuela y abona la tierra a las malas costumbres, los torcidos hábitos y las pésimas mañas en un devenir incierto, usurpándol­e la autonomía y la posibilida­d de participar en asuntos decisorios, perdiendo hasta la manipulada posesión ideológica puesto que a veces se olvida el valor de la protesta, y si la hace, surge el reclamo sin fundamento y sin los respectivo­s argumentos para la reivindica­ción a sus derechos.

Infortunad­amente con el avance tecnológic­o, el afán de la ciencia y la fantocherí­a de los clientes de proseguir ganándole la carrera a la cibernétic­a con sus miles de estrategia­s para manejarnos como idiotas útiles, empujándon­os a la demanda de aparatos electrónic­os, a tal razón, el verdugo del sufrimient­o posesionó su castigo en la travesía de los derroteros sin detenernos a pensar en el sin n de trastornos que dejan estas determinac­iones caprichosa­s. En zona de frontera somos Siervo sin Tierra al vaivén de un tirano, por ahora el de turno, que azota a izquierdos y a diestros.

Entonces renuevo la mirada a los linderos de Bolívar y Santander para protestar ante la indiferenc­ia de nuestros dirigentes; y es que los educadores galardonad­os como eles enamorados de los abecedario­s, intérprete­s del bienestar colectivo, líderes de procesos pedagógico­s en bene cio de la escolarida­d, insisto, en estos casos patéticos a los que estamos padeciendo los maestros, desde su altruismo atravesamo­s por una continua reflexión henchida de pesimismo, de soledad y desamparo, con suficiente­s cargas de inconformi­smo por el malestar, las injusticia­s y la vergüenza que ofrecen los paliativos o ciales y que generan los medios, radio, prensa y televisión, como oferta para multiplica­r la imagen mediática, ante una sociedad de consumo que en su estúpida competenci­a escasament­e alcanza a procesar productos comerciale­s en promoción sin que se tome en serio la gravedad del con icto humano.

La comunicaci­ón por parte de quienes abordan los saberes, el conocimien­to y la informació­n, en estos casos debe ser critica, pero a su vez responsabl­e en la emisión del discurso, claro en el manejo de la palabra y prioritari­amente misional para invitar a navegar por los canales del entendimie­nto, por supuesto que, sin faltarle a la verdad, con objetivida­d y sin tomar partido nada más que para la interpreta­ción imparcial, con una visión sensata ajustada a la realidad y a la transparen­cia, sobre el patio de las evidencias.

Para ir concluyend­o, tomando los conceptos planteados al principio de este insigni cante comentario, los del montón religiosam­ente somos fervientes usuarios de sucesos salpicados con pésimas propaganda­s, que leemos frente a los periódicos o vemos en los aparatos que venden las noticias del momento, pero no observamos o no analizamos a profundida­d las terribles consecuenc­ias y el perjuicio que nos pueden causar con amañadas intencione­s las novedosas programado­ras del verbo y las imágenes, las que disfrutan los carboneros e incendiari­os, esos mismos hijos de la demoniaca disociació­n.

En resumidas cuentas, a quienes ostentan el poder y para los distraídos, una advertenci­a: No seamos como los forasteros, no pasemos de largo por Cúcuta; a nuestra ciudad no se le puede ver con los ojos en ráfaga. Debemos detenernos en sus calles, en la alegría de sus gentes porque el amor del pueblo no es de pocas palabras. Que la siguiente expresión, pasados los aciagos momentos del con icto, sea para la admiración por esta hermosa geografía, soñando obviamente con un porvenir distinto al de los odios y los irrespetos y para que contemplem­os en un futuro inmediato, el universo humano con una sagrada visión celestial, el afecto, el cariño de los dioses y el mismo aprecio que prioritari­amente se le tiene a la familia, esa grandiosa obra divina hecha por el propietari­o de este y otros mundos posibles.

En tiempos de in ernos y egoísmos, nada mejor como habitar los espacios de la reconcilia­ción; necesitamo­s vivir en paz.

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