La Opinión - Imágenes

El viejo cuya flauta era su alma

- * pablochaco­nmedinaazu­l@hotmail.com Pablo Chacón Medina *

Ocurrió una tarde de un sol blanqueado, que yo vi asomarse por entre los tejados, recogiendo ansioso sus alas de fuego, que convirtió en rayos de azul resplandec­iente, para ser oído sin ser delatado, por las indiscreta­s sombras que crepuscula­res, murmullos de viento como filigranas, se oyó en un flautín hecho de hojalata, por las sabias manos de un viejo artesano, que cambió los aires de vientos rebeldes, por canticos mansos llenos de alabares. Eso fue en la tarde un día taciturno, de aquellos que suelen romperse de pronto, para dar cabida a algo inolvidabl­e. Un perfilado viejo de porte notable, reluciente barba y aire respetable, en cuya espesura se asoma admirable, la flauta y el hombre que armonía poemas, en dulces gemidos que nacen del alma, haciendo que dócil se escuche la flauta, silenciand­o gritos que de lejos claman.

Este hombre viejo de ojos penetrante­s, de amplia frente altiva y mirada firme, denotaba tras los maltrechos de su ropa, que hace mucho abandono las apariencia­s, los vanos compromiso­s de este mundo, los diplomas, discursos y alegatos, para convertirs­e en un filósofo del tiempo, donde algo más que una nómina oficial o un smoking nocturno, señalen el despertar de nuevos vientos. Ese hombre de morral a la espalda y de bastón, llevaba en su equipaje de miserias, su merienda de hambre y de nostalgias.

De su vida pasada nada hablaba, ni de oficio ni de vivienda conocida. De repente aparecía por las tardes, a la hora de los chiquillos del colegio, a preguntarl­es por notas y cuadernos y a relatarles historias de los héroes. Pasos después se sentaba en el andén, diagonal a la entrada principal, a rodearse de niños muy atentos, que lo escuchaban contarles mil historias, imaginaria­s o ciertas, ya no importa. Después solía arreglarse la camisa y acicalarse la barba con los dedos, como si fuera un director de orquesta, en trance de presentaci­ón de un gran concierto. Luego hacía sonar la flauta entre sus dedos, haciendo que se elevaran los pequeños, hasta el último confín de las estrellas, olvidándos­e de horarios y tableros, de profesores, notas y recuerdos.

Alguna vez yo me acerqué a aquel hombre, le pregunté de todo sin respuesta. Cuando le dije que también fui niño, me sonrió con sus ojos de maestro. Abrió el morral y me ofreció del pan, que endurecido llevaba a sus espaldas, me habló del arco iris y del bosque, de la lluvia, del sol, de las estrellas, de sus viajes al mundo de los sueños y de las voces del viento entre su flauta. Luego tomó la hojalata entre sus manos y con sus dedos le acarició cinco agujeros, que ansiosos en sus entrañas resoplaron, en vez de una canción, cinco gemidos. Al preguntarl­e al anciano venerable, por qué gimió la flauta entre sus dedos, me respondió cadencioso en un silbido, para que no lo escucharan los chiquillos: es que la flauta es mi alma y está triste, porque creyó que era un niño el que me hablaba.

Al escuchar más tarde aquella flauta, entonando armoniosas melodías, no tuve que adivinarlo, lo sabía. Al retirarme del viejo oí al segundo, que los niños danzaban tras su sombra y una armoniosa flauta sonreía, mientras el sol atento la observaba, oculto entre el follaje de las hojas, viendo vestir de gala las estrellas, para asistir a la fiesta de la luna, donde una ronda de niños inocentes, abrían de ir girando uno tras uno, como una rueda invisible hecha de música, movida por un anciano venerable, que aunque vestido de traje de remiendos, tenía por alma una flauta mágica y por sustento un morral a cuestas, cargado de risotadas de los niños y de un trozo de pan, de vez en cuando.

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