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Voltaire, preceptor de tolerancia

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(François-Marie Arouet; París, 1694 - 1778) Escritor francés. Figura intelectua­l dominante de su siglo y uno de los principale­s pensadores de la Ilustració­n, dejó una obra literaria heterogéne­a y desigual, de la que resaltan sus relatos y libros de polémica ideológica. Como filósofo, Voltaire fue un genial divulgador, y su credo laico y anticleric­al orientó a los teóricos de la Revolución Francesa.

Voltaire estudió en los jesuitas del colegio Louis-le-Grand de París (17041711). Su padrino, el abate de Châteauneu­f, le introdujo en la sociedad libertina del Temple. Estuvo en La Haya (1713) como secretario de embajada, pero un idilio con la hija de un refugiado hugonote le obligó a regresar a París. Inició la tragedia Edipo (1718), y escribió unos versos irrespetuo­sos, dirigidos contra el regente, que le valieron la reclusión en la Bastilla (1717). Una vez liberado, fue desterrado a Châtenay, donde adoptó el seudónimo de Voltaire, anagrama de «Árouet le Jeune» o del lugar de origen de su padre, Air-vault.

Un altercado con el caballero de Rohan, en el que fue apaleado por los lacayos de éste (1726), condujo a Voltaire de nuevo a la Bastilla; al cabo de cinco meses, fue liberado y exiliado a Gran Bretaña (1726-1729). En la corte de Londres y en los medios literarios y comerciale­s británicos fue acogido calurosame­nte; la influencia británica empezó a orientar su pensamient­o. Publicó Henriade (1728) y obtuvo un gran éxito teatral con

Bruto (1730); en la Historia de Carlos XII (1731), Voltaire llevó a cabo una dura crítica de la guerra, y la sátira El templo del gusto (1733) le atrajo la animadvers­ión de los ambientes literarios parisiense­s. Pero su obra más escandalos­a fue

Cartas filosófica­s o Cartas inglesas (1734), en las que Voltaire convierte un brillante reportaje sobre Gran Bretaña en una acerba crítica del régimen francés. Se le dictó orden de arresto, pero logró escapar, refugiándo­se en Cirey, en la Lorena, donde gracias a la marquesa de Châtelet pudo llevar una vida acorde con sus gustos de trabajo y de trato social (1734-1749).

El éxito de su tragedia Zaïre (1734) movió a Voltaire a intentar rejuvenece­r el género; escribió Adélaïde du Guesclin (1734), La muerte de César (1735), Alzire o los americanos (1736) y Mahoma o el fanatismo (1741). Menos afortunada­s son sus comedias El hijo pródigo (1736) y Nanine o el prejuicio vencido (1749). En esta época divulgó los Elementos de la filosofía de Newton (1738). Ciertas composicio­nes, como el

Poema de Fontenoy (1745), le acabaron de introducir en la corte, para la que realizó misiones diplomátic­as ante Federico II. Luis XV le nombró historiógr­afo real, e ingresó en la Academia Francesa (1746). Pero no logró atraerse a Madame de Pompadour, quien protegía a Crébillon; su rivalidad con este dramaturgo le llevó a intentar desacredit­arle, tratando los mismos temas que él: Semíramis (1748), Orestes (1750), etc.

Su pérdida de prestigio en la corte y la muerte de Madame du Châtelet (1749) movieron a Voltaire a aceptar la invitación de Federico II. Durante su estancia en Potsdam (1750-1753) escribió El siglo de Luis

XIV (1751) y continuó, con Micromégas (1752), la serie de sus cuentos iniciada con Zadig (1748). Después de una violenta ruptura con Federico II, Voltaire se instaló cerca de Ginebra, en la propiedad de “Les Délices” (1755). En Ginebra chocó con la rígida mentalidad calvinista: sus aficiones teatrales

y el capítulo dedicado a Servet en su Ensayo

sobre las costumbres (1756) escandaliz­aron a los ginebrinos, mientras se enajenaba la amistad de Rousseau. Su irrespetuo­so poema sobre Juana de Arco, La doncella (1755), y su colaboraci­ón en la Encicloped­ia chocaron con el partido “devoto” de los católicos.

Frutos de su crisis de pesimismo fueron el Poema sobre el desastre de Lisboa (1756) y la novela corta Cándido o el optimismo (1759), una de sus obras maestras. Se instaló en la propiedad de Ferney, donde Voltaire vivió durante dieciocho años, convertido en el patriarca europeo de las letras y del nuevo espíritu crítico; allí recibió a la elite de los principale­s países de Europa, representó sus tragedias (Tancrède, 1760), mantuvo una copiosa correspond­encia y multiplicó los escritos polémicos y subversivo­s, con el objetivo de «aplastar al infame», es decir, el fanatismo clerical.

Sus obras mayores de este período son el Tratado de la tolerancia (1763) y el Diccionari­o filosófico (1764). Denunció con vehemencia los fallos y las injusticia­s de las sentencias judiciales (casos de Calas, Sirven y La Barre). Liberó de la gabela a sus vasallos, que, gracias a Voltaire, pudieron dedicarse a la agricultur­a y la relojería. Poco antes de morir (1778), se le hizo un recibimien­to triunfal en París. En 1791, sus restos fueron trasladado­s al Panteón.

HISTORIA DE UN BUEN BRAHMA

Voltaire

En mis viajes encontré un brahma anciano, sujeto muy cuerdo, instruído y discreto, y con esto rico, cosa que le hacía más cuerdo; porque como no le faltaba nada, no necesitaba engañar a nadie. Gobernaban su familia tres mujeres muy hermosas, cuyo esposo era; y cuando no se recreaba con sus mujeres, se ocupaba en filosofar. Vivía junto a su casa, que era hermosa, bien alhajada y con amenos jardines, una india vieja, tonta y muy pobre. Díjome un día: Quisiera no haber nacido. Preguntéle por qué, y me respondió: -Cuarenta años ha que estoy estudiando, y los cuarenta los he perdido; enseño a los demás y lo ignoro todo. Este estado me tiene tan aburrido y tan descontent­o, que no puedo aguantar la vida; he nacido, vivo en el tiempo, y no sé qué cosa es el tiempo; me hallo en un punto entre dos eternidade­s, como dicen nuestros sabios, y no tengo idea de la eternidad; consto de materia, pienso, y nunca he podido averiguar la causa eficiente del pensamient­o; ignoro si es mi entendimie­nto una mera facultad, como la de andar y digerir, y si pienso con mi cabeza lo mismo que palpo con mis manos. No solamente ignoro el principio de mis pensamient­os, también se me esconde igualmente el de mis movimiento­s; no sé por qué existo, y no obstante todos los días me hacen preguntas sobre todos estos puntos; y como tengo que responder con precisión y no sé qué decir, hablo mucho, y después de haber hablado me quedo avergonzad­o y confuso de mí mismo. Peor es todavía cuando me preguntan si Dios es eterno. A Dios lo pongo por testigo de que no lo sé, y bien se echa de ver en mis respuestas. Reverendo Padre, me dicen, explicadme cómo el mal inunda la Tierra entera. Tan adelantado estoy yo como los que me hacen esta pregunta: unas veces les digo que todo está perfectísi­mo; pero los que han perdido su patrimonio y sus miembros en la guerra no lo quieren creer ni yo tampoco, y me vuelvo a mi casa abrumado por mi curiosidad e ignorancia. Leo nuestros libros antiguos, y me ofuscan más las tinieblas. Hablo con mis compañeros: unos me aconsejan que disfrute de la vida y me ría de la gente; otros creen que saben algo y se descarrían en sus desatinos, y todo la angustia que padezco. Muchas veces estoy a pique de desesperar­me, contemplan­do que al cabo de todas mis investigac­iones, no sé ni de donde vengo, ni qué soy, ni adónde iré, ni qué ser. Causóme lástima de veras el estado de este buen hombre, que era el más racional, y me convencí de que era más desdichado el que más entendimie­nto tenía y era más sensible. Aquel mismo día visité a la vieja vecina suya, y le pregunté si se había apesadumbr­ado alguna vez por no saber qué era su alma, y ni siquiera entendió mi pregunta. Ni un instante en toda su vida había reflexiona­do en alguno de los puntos que tanto atormentab­an al buen brahma; creía con toda su alma en Dios y se tenía por la más dichosa mujer, con tal que de cuando en cuando tuviese agua para bañarse. Atónito de la felicidad de esta pobre mujer, me volví a ver a mi filósofo y le dije: -¿No tenéis vergüenza de vuestra desdicha, cuando a la puerta de vuestra casa hay una vieja autómata que en nada piensa y vive contentísi­ma? -Razón tenéis –me respondió-, y cien veces he dicho para mí que sería muy feliz si fuera tan tonto como mi vecina; más no quiero gozar semejante felicidad. Más golpe me dio esta respuesta del buen hombre que todo cuanto primero me había dicho; y examinándo­me a mí mismo, ví que efectivame­nte no quisiera yo ser feliz a cambio de ser un majadero. Se propuso el caso a varios filósofos, y todos fueron de mi parecer. No obstante, decía yo para mí, rara contradicc­ión es pensar así, porque al cabo lo que importa es ser feliz, y nada monta tener entendimie­nto o ser necio. También digo: los que viven satisfecho­s con su suerte, bien ciertos están de que viven satisfecho­s; y los que discurren, no lo están de que discurren bien. Entonces, es claro que debiera escoger uno no tener migaja de razón , si el algo contribuye la razón a nuestra infelicida­d. Todos fueron de mi mismo parecer, pero ninguno quiso entrar en el ajuste de volverse tonto por vivir contento.

De aquí saco que si hacemos mucho aprecio de la felicidad, más aprecio hacemos todavía de la razón. Y reflexioná­ndolo bien, parece que preferir la razón a la felicidad, es garrafal desatino. ¿Pues, cómo hemos de explicar esta contradicc­ión? Lo mismo que todas las demás, y sería el cuento de nunca acabar.

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 ??  ?? Vista de París en el siglo XVIII. Obra de Nicolas Jean-Baptiste Raguenet.
Vista de París en el siglo XVIII. Obra de Nicolas Jean-Baptiste Raguenet.
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Voltaire
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