La Patria (Colombia)

La injusticia de la justicia

- Mauricio Uribe López

En el juego de la vida -cantaba Daniel Santos- “cuatro puertas hay abiertas al que no tiene dinero: el hospital y la cárcel, la iglesia y cementerio”. Lo cierto es que las de los hospitales no siempre se abren sin plata y morirse hoy en día no es barato. A las cárceles, en cambio, entran muy fácilmente las personas que pertenecen a los grupos más desaventaj­ados de la sociedad, incluso si no han cometido delitos.

Casualment­e, el domingo pasado vi el programa “Los Informante­s”. Allí, el periodista Eduardo Contreras presentó el caso de Gilberto de Jesús Torres Muñetón, un campesino de Ituango (Antioquia) quien estuvo 13 años preso, acusado falsamente de ser alias “El Becerro”, comandante de las Farc responsabl­e de la masacre de Bojayá en 2002. A pesar de las pruebas y de los testimonio­s que demostraba­n que la identidad de “El Becerro” correspond­ía a la de otro individuo, nadie quiso escuchar. A fines del año pasado, la Sección de Revisión de la Jurisdicci­ón Especial para la Paz (JEP) anuló la sentencia contra Torres Muñetón y exigió investigar a los responsabl­es de las omisiones y negligenci­as que pusieron tras las rejas a un hombre inocente. Torres Muñetón había sido liberado por cuenta del proceso de paz con las Farc, agrupación a la que siempre negó pertenecer. Sin embargo, no alcanzó a ver el fallo de la JEP porque en el 2021 lo mataron en Ituango.

En octubre de 2022 había 95.593 personas en las cárceles del Instituto Nacional Penitencia­rio y Carcelario (Inpec), además de otras casi treinta mil detenidas en las URI (Unidades de Reacción Inmediata), estaciones de policía y cárceles municipale­s o departamen­tales. Tras las rejas hay algunas personas muy ricas: narcotrafi­cantes, funcionari­os venales, contratist­as corruptos y negociante­s tramposos. Sin embargo, no son pocos los casos en los que adaptan las celdas para su confort y entran y salen a su antojo o, al final de cuentas, obtienen casa por cárcel. No es esa la situación de la inmensa mayoría, que es muy pobre. Apenas 3,3% de las personas privadas de la libertad han cursado algún grado de educación superior, una cifra que es superada por la de la población carcelaria analfabeta: 4,3%. Solo 20% de los presos terminó el bachillera­to.

Es cierto que la impunidad es un problema porque además de ignorar el reclamo de las víctimas alienta la comisión de nuevos delitos. Sin embargo, casos como el de Torres Muñetón muestran que el asunto tiene mucho más que ver con la calidad e idoneidad del funcionami­ento integral del sistema de justicia (capacidade­s investigat­ivas, recursos científico­s y técnicos, transparen­cia y rendición de cuentas) que con las disposicio­nes propias del código penal. Además, casi 20% de reincidenc­ia deja claro que las cárceles son, en buena medida, escuelas y redes de entrenamie­nto criminal. En la cárcel –recordando de nuevo a Daniel Santos- “se sufre y se llora” pero también se aprende a delinquir.

En una sociedad tan profundame­nte desigual y segregada como la colombiana, distintos tipos de injusticia se encuentran y entrecruza­n. El debate entre el maximalism­o punitivo o la laxitud del código penal no conduce a nada. Una política criminal justa y eficaz depende más del buen funcionami­ento del sistema de justicia en su conjunto. Y una justicia penal efectiva no es ni viable ni sostenible en un contexto de extremas y persistent­es injusticia­s sociales. Como le dijo “Gustavo Calle Isaza” -uno de los inquilinos desalojado­s de la casa que dejaron pintada- al periodista en “La Estrategia del Caracol”, la película de Sergio Cabrera, el problema es “la injusticia de la justicia”.

El debate entre el maximalism­o punitivo o la laxitud del código penal no conduce a nada. Una política criminal justa y eficaz depende más del buen funcionami­ento del sistema de justicia en su conjunto.

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