Publimetro Cali

Cúcuta, el paracaídas de los venezolano­s sin oportunida­des

Esta ciudad fronteriza refleja lo que viven millones de personas del otro lado, en un país sumido en una profunda crisis

- ESPERANZA ARIAS

Son las 9:00 a.m. de un martes cualquiera y por el puente internacio­nal Simón Bolívar cruza un mar de gente desde San Antonio de Táchira, Venezuela, hasta Cúcuta.

Vienen a pie, con maleta al hombro y uno que otro con una carretilla que carga más pertenenci­as. Vienen niños, madres, abuelos, amigos.

De este lado, del colombiano, hay un par de policías que sonríen y les dan la bienvenida a los venezolano­s que van entrando al país. No les preguntan si tienen los documentos en regla o hacia dónde se dirigen, simplement­e ofrecen una guía si se los solicitan. A pocos metros del puente está la oficina de Migración Colombia y en su entrada una gran pantalla que les indica a los venezolano­s que ingresaron de manera irregular lo que tienen que hacer para legalizar su estadía o paso por el país.

Parece que a los caminantes no les preocupa el sol inclemente de Cúcuta, que a esa hora empieza a tomar fuerza, ni los policías ni los papeles. Entre ellos se siente la calma a la que solo se llega después de la tormenta.

Desde que estalló la crisis económica y social en Venezuela, el ingreso de venezolano­s a Colombia aumentó, logrando niveles históricos. Migración Colombia ha reportado en los últimos meses la entrada diaria de unos 35.000 venezolano­s por los siete pasos fronterizo­s que hay entre ambas naciones.

Cúcuta siempre ha sido el paso fronterizo más concurrido de todos, con un promedio de ingreso anual del 53% de la cifra total. Y eso es evidente a simple vista.

Solo en la zona cercana del puente hay decenas de personas del vecino país que sacan de las maletas sus pertenenci­as más valiosas para venderlas por cualquier cantidad de pesos que les permita avanzar en su camino o, por lo menos, comprar un plato de comida.

Y es que a Cúcuta llegan los venezolano­s sin oportunida­des, a los que no les alcanzó para un tiquete en avión, los que tuvieron que salir corriendo de su casa y dejar todo atrás ante la presión de no tener nada para brindarles a sus hijos.

A muchos de esos que vienen caminando no les queda otra opción que seguir su camino a pie. Saben que algún día llegarán a su destino.

Pero hay otros que han ahorrado bolívares durante mucho tiempo para poder costearse en Colombia el transporte hasta la siguiente parada. Bogotá es la principal ciudad a la que viajan, pero también lo hacen a Barranquil­la, Bucaramang­a y Medellín, entre otras.

También hay un tipo de migración llamada ‘de tránsito’, en la que Colombia es solo el paso hacia otro país y los principale­s son Ecuador, Perú, Chile, Estados Unidos, Panamá, México, España, Argentina, Brasil y Costa Rica, según el informe del 2017 de Migración.

Y para esos que estarán en Colombia de tránsito ya hay personas que se dedican a ofrecer cualquier cantidad de paquetes, como si se tratara de un plan turístico, para que los venezolano­s cumplan con su meta.

“Pasajes para Bogotá, Medellín, Ipiales, Rumichaca”, vociferan en cada esquina.

En muchos casos estos planes ofrecen hospedaje y hasta alimentaci­ón porque saben que el camino les tomará más de cinco días, ya que el sellado en cada frontera puede tardar hasta un día de fila.

Por Rumichaca, el puente internacio­nal que conecta a Ecuador con Colombia, han salido más de 286.000 ciudadanos venezolano­s durante los primeros cinco meses de este año, indicó Migración.

Ahí la situación es muy parecida a la de Cúcuta, aunque esté a más de 1000 kilómetros de distancia. Así que llegar hasta ahí toma tiempo y mucha paciencia. Pero eso es lo que les sobra a los venezolano­s que se arriesgan a viajar.

“Yo me voy para Ecuador”, me dice un joven que cruzaba la frontera en Cúcuta. “Voy viajando con dos amigos más y allá nos van a recibir familiares que se fueron ya hace un año”. Al preguntarl­e por qué eligen Ecuador me dice que su moneda es el mayor atractivo: el dólar.

De Cúcuta a Bogotá

En la terminal de Cúcuta las cosas se complican para los indocument­ados. Ahí, por regulación migratoria y por evitar sanciones, las empresas de transporte solo venden pasajes a extranjero­s que muestren su pasaporte y que tengan los sellos de salida de su país y entrada a Colombia.

A muchos no les queda otra opción que sentarse en el suelo, junto a sus maletas, a esperar. ¿Qué esperan? Que les surja una idea, otra opción o que llegue una persona que, sigilosame­nte, les diga al oído que les puede conseguir tiquetes sin necesidad de mostrar documentos.

Esta es la manera como miles de venezolano­s que viajan solo con su cédula y una foto de su santo predilecto logran llegar a su destino final.

Durante todo el día salen buses con rumbo a Bogotá, donde vive el 40% de los venezolano­s que cuentan con el Permiso Especial de Permanenci­a mientras normalizan su estadía en el país.

Un bus de una empresa no conocida sale de la terminal a las 3:00 p.m. con seis personas: cuatro colombiano­s y dos venezolano­s ilegales.

El conductor decide tomar la vía alterna a la capital del país porque un derrumbe mantiene cerrada la carretera que pasa por Bucaramang­a, pero también lo hace para evitar los puestos de control de la Policía.

Logra salir de Cúcuta invicto, sin toparse con un retén, y toma la ruta hacia Pamplonita.

Al llegar a ese municipio de Norte de Santander el bus entra a la terminal y después de un par de minutos empiezan a subir pasajeros.

Son cerca de 40 personas, aunque el vehículo solo tiene 36 sillas, de las cuales seis ya están ocupadas. Así que 10, aproximada­mente, se quedan de pie. Entre ellos hay un grupo de jóvenes, un par de mujeres adultas y tres mujeres jóvenes, dos de ellas con bebés en sus brazos.

Uno de los pasajeros que había alcanzado a sentarse se pone de pie y le ofrece la silla a una de las mujeres que cargaba a su pequeño hijo. La otra no tiene más opción que irse al final del bus y sentarse al lado de la puerta del baño, que según el conductor, no se puede usar por cuestiones de higiene, aunque realmente no se puede por cuestiones de espacio.

Esa joven madre, que no tiene más de 22 años, viaja junto a su prima y su hija de nueve meses. Posteriorm­ente, acomodan la cobija que llevan de tal manera que les sirva de colchón para aguantar el largo viaje que apenas empieza.

Bogotá es su última parada después de haber salido de Mérida, Venezuela. Una vez en la capital las recibirá un primo. La otra chica que acompaña a la joven con la bebé ya tiene un trabajo. Ella preparará los almuerzos en una obra por $350.000 aunque no sabe si ese será su pago semanal, quincenal o mensual. “No importa, lo importante era salir de allá”, dice.

En cambio la joven madre tiene como primer plan vender tinto en alguna esquina de Bogotá porque no sabe qué otra cosa hacer con su hija en brazos y tampoco conoce a nadie que la pueda cuidar mientras ella se vaya a trabajar.

Muy cerca de Pamplona un retén de la Policía sorprende al conductor. No tiene otra opción que estacionar­se a un lado de la vía en medio de la

noche y de la lluvia.

Uno de los uniformado­s sube al bus y por un microsegun­do los ojos de ese policía coinciden con la mirada de todos los que van ahí. Empieza a pedir los documentos de los pasajeros que están en los primeros puestos. Dos sacan sus cédulas colombiana­s y el tercero su pasaporte. Pero al terminar de revisar ese pasaporte y entregárse­lo a su dueño vuelve a mirar hacia el fondo del bus, donde todos los indocument­ados intentan ocultar su rostro que los haría delatar.

Y de repente, así como si se tratara de un milagro concedido a quienes están rezando, el uniformado suspira profundame­nte y se baja del bus. Luego, con la mano, hace una leve seña al conductor para que pueda continuar hacia Bogotá.

No es él, ese joven detrás del uniforme de la Policía, el que evite que aquellos venezolano­s terminen su camino.

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