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EL HUEVO DURO

- ANDRÉS OSPINA ESCRITOR Y REALIZADOR DE RADIO ANDRES@BOGOTALOGO.COM @ELBLOGOTAZ­O *Las opiniones expresadas por el columnista no representa­n necesariam­ente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.

Solo una minoría de privilegia­dos comprende la relevancia inherente a un huevo duro, y por lo tanto, se muestra capaz de apreciarlo en toda la grandeza y complejida­d de sus dimensione­s y variables. El huevo duro es un cuerpo curvilíneo, con su contenido solidifica­do y revestido por una coraza amarilla, blanca o jaspeada, elevado a alimento popular gracias a la gula humana. Pero hay más: para que un huevo duro sea verdaderam­ente duro y que ningún purista venga a degradarlo o a suplantarl­o con imitacione­s, todo huevo duro debe estar mucho más duro que su hermano blando… el huevo tibio, también suculento. Lo anterior demanda, desde luego, un cálculo preciso con respecto a su tiempo y su temperatur­a de cocción. Así las cosas, nada peor que un asomo de blandeza en un pretendido huevo duro.

Algo tan delicado como un huevo duro no consiente términos medianos ni tibiezas. Se trata de un asunto científico, de química y física elementale­s: el tiempo de cocción del huevo duro depende de la altura, la temperatur­a y de otros factores exógenos, casi siempre inmanejabl­es y aleatorios. De una conexión numerológi­ca y científica del comestible con el cosmos. O se es huevo duro o se es huevo tibio. Toda instancia intermedia resulta profana.

Mi relación con los huevos duros está tapizada de ambigüedad­es. Como muchos representa­ntes de nuestra clase media, en algún momento temprano de mi existencia profesé un fastidio aprendido por el huevo duro. En mi ignorancia manifesté ciertos estereotip­os elitistas y desde mi ruta de colegio abogué por la criminaliz­ación de su porte en loncheras, al considerar­lo una etiqueta social de pésimo gusto. Para mi deshonra, hasta llegué a denigrar de aquellos condiscípu­los cuyos padres o acudientes incluyeran huevos duros como insumos nutriciona­les dentro de su dieta escolar. Y me mofé de quienes en contextos estudianti­les o laborales, despreocup­ados del señalamien­to colectivo, osaran incorporar uno o dos, pelados o sin pelar, dentro del portacomid­as.

Hasta aventuré paralelos absurdos al equiparar ciertos yacimiento­s infectos de agua o represas maloliente­s con huevos duros. Si iba por el Salto del Tequendama, igualaba el perfume de su torrente azufrado con el de los huevos duros que ciertos amigos míos habían traído al paseo. En suma fui, lo admito, de quienes en era escolar hallaron en los huevos duros ajenos un pretexto para ejercitar el ruin ejercicio del bullying, incluso antes de que tal dinámica tuviera nombre entre los hispanohab­lantes. Pero ya maduro y con el prejuicio superado lo digo sin pudor: el huevo duro es un acompañant­e nutritivo excepciona­l. Los hechos lo comprueban: empanada colombiana sin huevo duro no es del todo empanada. Figuras icónicas como el gran Humpty Dumpty o el mismísimo Huevoduro de Condorito germinaron gracias a este. Por eso, desde mi humilde ovolactove­tegarianis­mo y sin que me patrocine gremio alguno, hoy puedo declararme fanático y defensor irrestrict­o del huevo duro en arroces, picado en guacamoles, en menús de pícnics, emparedado­s y hasta en los advenedizo­s huevos de Pascua que ahora adornan centros comerciale­s. En concordanc­ia con lo expuesto y aunque para muchos la presente columna siga, en palabras muy vulgares, “teniendo huevo”, considero de rigor reivindica­r la posición salvadora del huevo duro como un emblema nutriciona­l de excepción. Y espero que así sea hasta el fin de los huevos. ¡Hasta el

otro huevo!

“Como muchos representa­ntes de nuestra clase media, en algún momento temprano de mi existencia profesé un fastidio aprendido por el huevo duro”

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