Philip Roth, el gran espejo americano
El autor estadounidense murió a los 85 años, pero el mundo lo recordará por su legado
Philip Roth tuvo una única obsesión en toda su carrera: retratar a su país, Estados Unidos, en toda su extensión y con todas sus contradicciones, y por eso, pese a saber que era un autor leído en todo el mundo, escribió siempre por y para los lectores estadounidenses.
“La historia de Estados Unidos, las vidas estadounidenses, la sociedad estadounidense, los lugares estadounidenses, los dilemas estadounidenses –la confusión, las expectativas, el desconcierto y la angustia estadounidenses– constituyen mi temática, como lo fueron para mis predecesores estadounidenses durante más de dos siglos”, dijo Roth en su discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2012.
Estaba convaleciente de una operación y no viajó a Oviedo a recogerlo, pero s e mostró agradecido y, sobre todo, sorprendido, porque los lectoresdeotros países, en ese caso España, pudieran identificarse con su obra y comparar así su visión con “la representación estereotipada, excesivamente simplificada de Estados Unidos”.
Una obsesión que apareció desde su primera obra, Goodbye, Columbus (1959), cinco relatos cortos en los que sentó las bases de toda su trayectoria posterior. Y que quedó aún más clara cuando en 1973 publicó The Great American Novel, un desafío ya desde el título para el mundo literario estadounidense, siempre en busca de esa ‘gran novela americana’.
Trabajó sin descanso para ser el autor de la novela definitiva sobre su país y lo logró a juicio de muchos con su brutal trilogía formada por American Pastoral (1997), I Married a Comunist (1998) y The Human Stain (2000).
Un certero y demoledor retrato de su país que se conoce como Trilogía estadounidense y que lo convirtió desde entonces en un serio aspirante al Premio Nobel de Literatura.
La primera y la última novelas de esa trilogía fueron llevadas al cine, como otras muchas de sus obras, adaptaciones todas ellas fallidas porque el lenguaje de Roth es inadaptable a la palabra hablada, algo que ha pasado con otros genios de la literatura como Gabriel García Márquez.
Las imágenes del cine nunca han logrado reflejar la intensidad y profundidad de un escritor que es considerado casi como un forense del alma humana, por la precisión con la que ha plasmado en sus obras el dolor, la crueldad o la soledad del ser humano.
Pero siempre con una fina e implacable ironía con la que criticaba sin descanso a sus compatriotas a través de la voz de su personaje más conocido, Nathan Zuckerman, su alter ego y narrador de muchas de sus novelas, que apareció por primera vez en My Life As a Man (1974).
Historias siempre con la realidad como punto de partida, pero también con un gran componente surrealista, y que hicieron de él el máximo exponente de la herencia de la gran literatura estadounidense, en línea con Francis Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway o Saul Bellow.
Diseccionó la memoria, la vejez, la muerte, la iniciación a la vida, la política (apoyó públicamente al Partido Demócrata), la libertad, la sombra del padre o el sexo –en muchos de sus libros, pero sobre todo en The Breast (1972), con un profesor de literatura convertido en un pecho de mujer–.
Un autor que sufría al escribir. Describía su proceso creativo como una “agonía espontánea”, que lo llevaba a adentrarse con cada obra en un inicio “extremadamente difícil, frustrante y poco satisfactorio”, como señaló en una entrevista con Efe en 2012.
En enero, en la que fue su última entrevista, al New York Times, se refirió a lo que había sido para él ser un escritor: “Regocijo y gemido. Frustración y libertad. Inspiración e incertidumbre. Abundancia y vacío. Ardor y locura”. Y una “tremenda soledad”.