Semana Sostenible

Culturas de sostenibil­idad

- Por Brigitte Baptiste*

La sostenibil­idad es ante todo un indicador de justicia ambiental.

Opera como una señal de la distribuci­ón de los costos físicos y biológicos de la transforma­ción del mundo a través del tiempo y el espacio, constituyé­ndose en una de las mediciones más sintéticas de la viabilidad de las culturas en el planeta y de la civilizaci­ón humana en su conjunto. Refleja las contradicc­iones naturales del debate acerca de la apropiació­n de los recursos naturales (central en las negociacio­nes con el ELN), su tránsito por la sociedad, y los niveles de conciencia que las colectivid­ades han desarrolla­do en su historia respecto al nivel de satisfacci­ón de habitar un territorio.

Curiosamen­te, no es un número y no se parece en nada al producto interno bruto (PIB) ni a ningún otro indicador de la economía, aunque resuena con algunos datos acerca del bienestar agregado de la gente. Obviamente, tampoco tiene que ver con la medición del hipnótico ‘índice de felicidad’ en el cual parece descollar Colombia.

Sin embargo, la sostenibil­idad se puede medir. Se puede evaluar su desempeño en un sistema en términos de la variación temporal de sus componente­s: podemos construir políticas de sostenibil­idad, monitorear­las y ajustar el comportami­ento de los mismos acorde con su resultado. Una sociedad puede ganar o perder sostenibil­idad y, según las escalas que se consideren, contener procesos contradict­orios, como remolinos en el transcurri­r de un río. Eso es lo que hace que puedan existir islas de insostenib­ilidad como las ciudades o las minas, que por definición deben transferir su entropía a otros sistemas distantes en el tiempo o el espacio.

La sostenibil­idad no es una entelequia ni una palabra vacía como en algún momento trató de hacerse ver. Algunos se enfrascan aún en el debate nominalist­a con la sustentabi­lidad, un problema de traducción que la tradición colombiana acogió con el deleite con que a menudo pierde de vista lo sustancial de las innovacion­es. Es un concepto central de la evolución del pensamient­o occidental y de la modernidad, que surge porque somos capaces de cuestionar el modelo civilizato­rio creado por las distintas revolucion­es de la humanidad, tan exitoso a la vez que tan letal y eventualme­nte inviable en el mediano plazo. Es una idea que acoge las admonicion­es de los grandes sistemas filosófico­s acerca del deseo, su satisfacci­ón, los valores personales y colectivos, la confianza y el egoísmo.

Todo país posee un nivel de sostenibil­idad, así la mayoría no haya hecho mediciones explícitas de la misma. Muchas empresas, comunidade­s, institucio­nes o regiones son consciente­s del potencial de medirla adecuadame­nte y utilizan para ello diversas aproximaci­ones, algunas extremadam­ente reduccioni­stas (la persistenc­ia de ganancias financiera­s o flujos de caja monetarios a perpetuida­d) y otras extremadam­ente dogmáticas (solo son sostenible­s los pueblos tradiciona­les o los modos de vida basados en resistenci­as radicales a la sociedad industrial).

De cualquier manera, 30 años de debate y construcci­ón alrededor de la idea nos han traído hasta este momento, en el que Colombia deberá enfrentar el reto de su viabilidad ambiental con una política nacional de sostenibil­idad, que a diferencia de la de casi todo el resto del mundo depende del buen manejo de su biodiversi­dad, su principal atributo natural.

Gracias a Semana Sostenible y a sus editores por esta invitación, gracias a Francisco González, mi inspirador, como maestro y fundador de la Facultad de Estudios Ambientale­s y Rurales de la Universida­d Javeriana, donde forjó sin aspaviento­s y durante casi cuatro décadas centenares de investigad­ores en las artes y ciencias de la sostenibil­idad.

Algunos se enfrascan aún en el debate nominalist­a con la sustentabi­lidad, un problema de traducción que la tradición colombiana acogió con deleite

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