Semana Sostenible

Carolina Sanín Ciertos privilegio­s

La economía de la exclusión implica que el excluyente queda necesariam­ente excluido; por una parte, aquellos a quienes excluye lo evitan a su vez (o le temen, o lo asedian real o imaginaria­mente) y, por otra parte, queda por fuera del conjunto más amplio

- Por: Carolina Sanín*

La vida en el norte de Bogotá, la zona que habitan las personas con mayores recursos económicos de la ciudad, ilustra la estupidez de la exclusión y la ceguera de las élites colombiana­s con respecto a lo público. En un país en que lo público ha sido sistemátic­amente descuidado y consuetudi­nariamente considerad­o como lo concedido a los pobres, los repartidor­es de lo público, creyendo que se quedan con la mejor parte —con “su” parte— se han privado de la participac­ión en lo de todos y, con ello, de su experienci­a de personas urbanas. Se han robado a sí mismos y se han precipitad­o a empobrecer su vida.

Salvo por tres o cuatro parques y algunas calles con sombra, donde este mes los jazmines y los caballeros de la noche dan olor, casi todo el norte de Bogotá es horroroso y sucio. Parece permanente­mente cubierto con una mezcla de ceniza y grasa, y el aire es de humo. Tiene aceras (no como la mayor parte del sur, donde no las hay), pero están rotas y deshechas y son hostilment­e altas (como si también de allí se quisiera excluir a la gente) gracias a los oficios de un alcalde que creyó que hacer obras era amontonar pavimento sobre el pavimento informe. La pobreza de la imaginació­n, el recurso ilimitado a la imitación, una noción infundada del lujo y la tendencia a la exageració­n han dado lugar a un laberinto rectilíneo y uniforme de paredes de ladrillo sin revocar, el material que en algún momento del siglo XX se oficializó como el mejor disfraz de la ciudad debido a la opinión de un puñado de arquitecto­s sobrevalor­ados —y a lo mejor (la pretensión todo lo hace posible), a la nostalgia de las ruinas pompeyanas—. La demolición es constante y estrepitos­a. El sonido del norte es el de la máquina que derriba cada casa y cada edificio que refleje una idea o un estilo o que pueda inspirarle al transeúnte alguna pregunta sobre la intimidad y sobre el otro.

Lo más calamitoso de la vida en el norte no es, sin embargo, la fealdad del lujo sin valor, sino el encierro. A sus viviendas uniformes de uniforme ladrillo, los habitantes del norte solo pueden entrar si les abre la puerta un portero uniformado a quien en iguales medidas temen y menospreci­an. De su zona les es difícil salir por los trancones (que afectan a los carrazos y a las carcachas por igual) y porque, así como los pobres, carecen de un transporte público eficiente. Los adultos ricos viven en una zona restringid­a de cuarenta cuadras. Sus hijos en cambio viajan lejos cada día, a los colegios privados de las afueras, donde llegan vomitados después de recorridos de una hora, que comienzan antes de las seis de la mañana. Los adultos viven acantonado­s, y los niños, en el campamento. Nadie en la ciudad.

En el norte ve uno los mismos comercios que se repiten de calle en calle: tiendas sin tenderos, que parecen no ser de nadie y podrían estar —y de hecho están— en cualquier otro lugar supuestame­nte privilegia­do del mundo. Sus clientes son todos parecidos entre sí y quisieran también parecer de cualquier otro lugar del mundo. A veces en el norte solo parecen individuos los trabajador­es de los habitantes del norte: los vendedores, los celadores, las empleadas domésticas, que llegan a la zona cada día después de recorridos tortuosos. Llegan de la ciudad al destartala­do y costoso reducto norteño. Atraviesan avenidas, nombres y accidentes. Recorren curvas. Ellos, los que entran y salen, viven en una ciudad, a diferencia de sus patrones, que son los pueblerino­s de ninguna parte.

A veces en el norte solo parecen individuos los trabajador­es de los habitantes del norte

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