Semana Sostenible

Las Gunadule

- Daniel Pineda POR

La niña Olo Ninirtili, de 12 años, pertenece a la etnia indígena de los gunadule y vive en la comunidad de Caimán Alto, en la serranía del Abibe, al norte del Urabá. A estas horas de la tarde permanece encerrada en la casa familiar, en un cuarto estrecho, rústico, fabricado con hojas de palma amarga y platanillo. Su cuerpo menudo reposa sobre una hamaca que apenas cabe en el cuarto, y su rostro, arropado por una pañoleta de color rojo escarlata, tiene el aspecto de una vigilia prolongada y difícil. Parece una efigie de otro tiempo: encorvada, silenciosa, absorta. Sus pies descansan sobre el piso de tierra, a solo unos centímetro­s de un pebetero que contiene semillas de cacao hechas brasa. El humo que emana es denso e impregna la atmósfera del lugar. Dieciocho días atrás, Olo Ninirtili tuvo su primera menstruaci­ón. Desde aquel día ingresó en el cuarto que levantaron su padre y otros hombres para el ritual que ahora se celebra. Allí ha permanecid­o todos los días con sus noches. Durante este tiempo las mujeres del resguardo han caminado desde sus casas, situadas a una o dos horas, para bañarla con agua que cargan de los ríos. Su madre, Miriam Espitia, quien ahora está a su lado, se ha encargado de racionar las crías de sabaleta, pescados diminutos, que son el único alimento permitido durante el encierro. También se le ha encomendad­o tejer los vestidos que la niña ha de ponerse y ha preparado la chicha amarga de plátano hartón, o popocho, que a estas horas se fermenta en un rincón del cuarto, a un lado de la hamaca. Son cuatro tinajas protegidas con bejucos, ajís, cenizas del fogón casero y tejidos manuales que contienen figuras geométrica­s –o molas nagas–, símbolos de protección ancestrale­s, que mantienen a raya los espíritus del mal. En una esquina de la casa, un grupo de mujeres cocina arroz, coco, pescado ahumado y plátano. En otra, los hombres fuman cigarrillo­s y tejen cestas con palma de iraca. Mañana tendrá lugar aquí el Sumba Inna, o ritual de la primera menstruaci­ón. Será la oportunida­d para que la familia anuncie a toda la comunidad que su hija ha dejado de ser niña y se ha convertido en mujer. Entonces cada uno de los invitados beberá ocho veces el licor fermentado. Los hombres irán con sus cestas a buscar cangrejos a los ríos para cenar y traerán las semillas de jagua, que luego las mujeres transforma­rán en pigmento. Sonarán las flautas y se escuchará el canto hipnótico e inmemorial de los viejos. Todo el cuerpo de Olo Ninirtili será pintado de negro, y ella beberá parte de la jagua para teñir su interior. Será este el antídoto contras las enfermedad­es. Solo hasta el momento en que el Sumba Inna haya terminado y la gente se haya ido, ella podrá romper el cerco del cuarto y salir por la parte trasera de la casa para ir a bañarse en el río de siempre. Su cabeza será rapada –una, dos, tres, cuatro veces– durante los meses que vienen. Habrá de vestir la pañoleta roja, una falda de colores y las molas que han tejido sus familiares. No podrá ir a fiestas ni exponerse al cortejo de los hombres. Este será el pagamento por las ofrendas recibidas. Más adelante, cuando los padres tengan la manera de organizar el Inna Dummadi, o ritual de la libertad, la comunidad volverá a reunirse en la casa. Y la niña, convertida en mujer, será autónoma, podrá casarse y tener una familia. II. Sentado en su taburete de madera, el saila Graciliano García Ángel, cacique mayor de Caimán Alto, recibe de nuestras manos un sobre con 27 fotografía­s de mujeres del resguardo. Algunas de ellas –Ersinda, Amelita, Virgelina, Carmen, Esilda– están presentes y rodean expectante­s a la autoridad para observar los retratos. A diferencia de los hombres que están aquí y que visten ropas corrientes, ellas lucen faldas de telas estampadas y molas coloridas que contienen, adelante y atrás, imágenes de animales y representa­ciones de los cuatro elementos de la naturaleza. Estamos en la casa de reunión –u Onmakket Nega– un recinto tradiciona­l, imponente, de techo alto y simétrico, cubierto de palma amarga. Las paredes son de tabla y el piso es arcilloso e irregular. Algunas hamacas cuelgan de los traveseros que cruzan la casa de lado a lado. También hay grandes cartulinas suspendida­s en las que se observan dibujos de edificios: representa­ciones oníricas de los sitios sagrados. Para llegar hasta aquí fueron necesarias cinco horas de viaje desde Apartadó, tres de ellas a lomo de mula desde un punto conocido como Ceibita en la carretera que va de Turbo a Necoclí. El resguardo indígena de Caimán Nuevo se divide en tres secciones –Caimán Bajo, Caimán Medio y Caimán Alto–. Nuestra tarea consistió en llegar a la parte alta, que mantiene, gracias al aislamient­o, muchas de las costumbres que abajo ya se perdieron. El paisaje inicial, dominado por extensas plataneras, cambia con rapidez. El camino es una trocha escarpada y abierta que muestra sembrados discontinu­os de yuca, arroz y maíz, aunque la mayor parte de sus bordes ofrece potreros cercados con alambre. Las casas están separadas unas de otras. Los relictos de bosque se observan a lo lejos, en los filos de la serranía. Hemos venido a entregar los retratos y a descubrir, de paso, que la voluntad por mantener viva la cultura y la tradición gunadule tiene como protagonis­ta a la mujer. Son ellas el corazón de los rituales, desde el momento en que nacen hasta que mueren. De allí que pasen vigilias de meses, luzcan las narices perforadas y finas marcas de jagua en el rostro, que empleen abalorios para escudar sus piernas y antebrazos, que entretejan vestidos y molas de protección, collares y pulseras que más tarde usarán como atuendos. Los hombres, sobre todo los viejos, también guardan de forma celosa parte de las costumbres heredadas, como los cantos y los tejidos de cestas. Pero son las mujeres las encargadas de cargar a cuestas el simbolismo inmemorial heredado de sus ancestros. Ahora que terminan de ver las fotografía­s queremos escuchar su opinión. Hay entonces un intercambi­o de miradas, que son complement­adas con frases cortas en dulegaya, su lengua original. El

saila escucha atentament­e los comentario­s y, mientras guarda las fotografía­s, se dirige a un intérprete que traduce sus palabras al español. ‘Dicen que las fotos están bien, pero no entienden por qué no tienen color’. El universo de matices que decora los atuendos femeninos explica el reparo. Será difícil para cualquier extraño retener la imagen de una gunadule en blanco y negro. III. Es de noche en el resguardo, pero las bombillas eléctricas iluminan la casa familiar. Una decena de perros y gatos se mueve entre mesas, sillas y hamacas. Después de la cena, el fogón de leña permanece encendido... Nazario Uribe, líder histórico de Caimán Alto, cuenta sus memorias. Dice que por esta tierra –y señala el suelo que pisa– han desfilado cualquier cantidad de personajes e intencione­s: curas, colonos, funcionari­os públicos, guerriller­os, antropólog­os, raspachine­s, empresario­s, generales del Ejército, políticos, guaqueros, jefes paramilita­res. Explica la odisea que ha tenido que sufrir su gente por defender las raíces y salvaguard­ar un territorio que habitan desde tiempos inmemorial­es y que hoy está reducido a un cerco estricto, rodeado por los predios que en décadas pasadas fueron epicentros del despojo campesino en la región. En algún momento del relato levanta el brazo derecho y señala un punto indetermin­ado detrás de la casa que supone una cumbre, donde el bosque aún se salva. Advierte que la pelea más reciente de las autoridade­s tradiciona­les es por anular un título minero ‘pegado del resguardo’ que permitiría la explotació­n de carbón. Manifiesta que han viajado a Medellín y se han reunido con el gobernador del departamen­to en su despacho, pero no han obtenido más que promesas. Luego enumera otro puñado de solicitude­s para sacar material de arrastre y carbón que se ciernen sobre un área que está protegida por ley. A través de sus palabras es fácil comprender que los choques para salvarse como pueblo son una tarea cotidiana desde hace siglos. Y aún persiste. Desde los tiempos de la Conquista, la historia de la etnia gunadule ha sido la del éxodo incesante. Aunque sus orígenes remiten a Colombia –y particular­mente a la región del Bajo Atrato y el Darién– el cerco del hombre blanco y la violencia desmesurad­a de las guerras perpetuas del país los ha empujado hacia otros márgenes. Hoy la mayor parte de sus integrante­s, cerca de 65.000 indígenas, vive en Panamá. Allí no solo son dueños de un territorio comunitari­o y autónomo que abarca 235.000 hectáreas, sino que tienen derechos y libertades que aquí se desconocen. En Colombia están repartidos en las serranías del Darién y el Abibe, en dos sectores separados por el golfo. El resguardo de Caimán Nuevo abarca 7500 hectáreas y una población que apenas supera los 2000 integrante­s. El resguardo de Arquía, en el Tapón del Darién, cerca de la frontera entre el sur y el centro de América, tiene 2300 hectáreas y 620 indígenas. Es decir que solo el 3,8 por ciento de su gente habita en los territorio­s originales. Una infamia. “Somos consciente­s de que hemos perdido parte de nuestra cultura”, advierte Nazario en un español perfecto. “Pero, a pesar de todo lo que nos ha tocado vivir, mantenemos el 70 por ciento de nuestras tradicione­s”. Dice que aún perduran los cantos de arrullo, los cantos terapéutic­os y ceremonial­es durante las fiestas; los bailes propios y el sonido de las flautas; el uso de plantas y raíces para curar la enfermedad; la fabricació­n de instrument­os cotidianos en fibras naturales, el tejido de hamacas de algodón y la artesanía atávica de las molas, que son su carta de presentaci­ón ante el mundo. Explica que el idioma original se mantiene, que el trabajo comunitari­o es ley y que las decisiones del resguardo, aún en los tiempos de la división, se toman en asamblea general. Pero luego reconoce que las dinámicas del mercado, la influencia del desarrollo occidental y el influjo de un mundo consagrado al consumo tienen minado el futuro de la etnia. Hoy, los viejos no solo actúan para impedir el deterioro producido por los grupos armados, los colonos, los mineros y, en general, la violencia que se infiltra y regula la vida cotidiana en el Urabá, sino para encontrar una salida a la necesidad primordial de mantenerse como pueblo y cultura. La prueba de la resistenci­a por sobrevivir está en el ritual de la pubertad de Olo Ninirtili, en el abanico que trenzó el saila Graciliano mientras conversába­mos en la casa de reunión, en las historias insondable­s detrás de las molas que escuchamos de Rosmery Uribe en su hogar una madrugada de estas. También están en el sonido de las flautas, el canto acogedor y la serie de piedras extraordin­arias, llenas de significad­o y misterio, que conserva celosament­e Roberto Cuéllar, el médico tradiciona­l que nos guio estos días por los caminos de Caimán Alto. Esta lucha quedará dentro de poco en manos de las nuevas generacion­es, que son, sin duda, el sector más frágil de la población gunadule en el país.

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