Semana Sostenible

Las arhuacas

- Tatiana Rojas Hernández POR

a una mujer arhuaca hay que subir por una montaña de piedra caliza, atravesar dos ríos pedregosos y esquivar barrancos que el sol y la lluvia se han encargado de desmenuzar. Allá arriba están ellas, cerca, muy cerca del cerro sagrado de Jewrwa, conocido por los arhuacos como ‘el Padre del Agua’. Quienes viven frente a él, dice la leyenda, son nombrados ‘Hijos del Agua’. Ellas están ahí, a 1300 metros sobre el nivel del mar. Antes del amanecer despiertan en el silencio en sus casas de barro y de paja. Encienden el fogón, preparan tinto y tejen, siempre tejen. Aunque los lunes no es fácil verlas fuera de su casa, en la tarde, cuando salen en busca de leña, es posible saludarlas. Algunas, quizá las más jóvenes, esquivan al extraño, bajan la mirada y continúan tejiendo. “Es muy raro ver a una waty (mujer arhuaca) hablando, porque su pensamient­o siempre está en su tejido, en la mochila que guarda no solo sus lanas o a sus hijos, sino el legado de un pueblo”, cuenta Maileth Izquierdo, profesora arhuaca de la Institució­n Educativa Seykatun de Jewrwa, el único centro de estudio que hay en la comunidad. Como su pensamient­o normalment­e está en la mochila, su voz y su presencia parece no hacer falta en los espacios donde el hombre arhuaco se reúne a conversar. A pesar de que pueden ingresar al cabildo, lugar donde se hace justicia, y a la oficina, donde se reúnen los mamos a pensar, la waty sigue la orden ancestral de quedarse en casa, de cocinar los alimentos, de ocuparse del orden del hogar y de los hijos. Mientras caminamos por los senderos que conducen de la escuela al cabildo y del cabildo a la kankurua (un recinto sagrado), las mujeres son sombras que no alcanzamos a descifrar. Maileth, que ha transitado entre la cultura de los bonachi, el hombre blanco, y la propia, asegura que la posición de la mujer arhuaca puede ser reprobada de manera torpe por quien observa desde afuera. Para ella, la waty ha dejado plasmada su huella desde el origen. Se ha manifestad­o como representa­nte de la madre Tierra. Ha quedado grabada en el poporo, símbolo del útero que le otorga sabiduría y madurez al hombre que lo porta. Es, además, el soporte de la memoria. Tejer se transmite de madre a hija, es el ritual que perpetúa la cultura y la tradición, y que inició con Naboba, la madre ancestral del tejido y del pensamient­o escrito en la mochila. Una mujer que quedó representa­da en una laguna a 5100 metros a nivel del mar dentro de la Sierra Nevada y que surte de agua a grandes ríos. Las arhuacas son las responsabl­es de escribir el pensamient­o en formas y concepcion­es de la vida misma. Maileth, por ejemplo, habla de rayos, de los cerros, de las líneas del saber de la mujer, entre otros conceptos grabados en los tejidos. La mujer también es una puerta de acceso a la vida adulta del hombre. Al no tener una consejera, no es tomado en serio en los espacios sociopolít­icos. “Muchas veces lo que el tety (hombre arhuaco) habla o las decisiones que toma son eco de lo que su compañera le ha dicho en casa. Ellas son una guía que, en la sombra, nos transmiten sabiduría”, explica Seikarim Mestre, estudiante arhuaco de la Universida­d Nacional en Bogotá. La manera pasiva que ha adoptado lo femenino en la cosmogonía arhuaca de ningún modo se traduce en incapacida­d de acción. Quienes lo reiteran, paradójica­mente, son los hombres. “Las sagas son sacerdotis­as de la Sierra Nevada, abuelas de una tradición milenaria, mujeres de respeto”, explica Miguel Izquierdo, quien vive en Jewrwa con una mujer bonachi desde hace siete años. Miguel habla mientras mambea coca muy cerca a un mamo. Esta proximidad no le impide decir que justamente este –el mamo– se ha convertido en la figura espiritual más atractiva para occidente, y que las sagas, esas mujeres que encarnan el conocimien­to tradiciona­l, han sido despreciad­as del otro lado de la sierra. Para los arhuacos, según Miguel, las sagas son expertas en medicina tradiciona­l y portadoras de los misterios de lo femenino, de sus saberes y rituales propios de su ser, como el encerramie­nto. El ritual en el que las niñas son confinadas en la kankurua (un recinto sagrado), para depositar su primera menstruaci­ón en la tierra. Se les explican los cambios que sufrirá su cuerpo. Varios días después, son liberadas y considerad­as adultas. Pero en Jewrwa no hay sagas. “Los únicos guías espiritual­es que sobreviven son los mamos”, dice Miguel. *** Leticia, a quien en Jewrwa se refieren como la esposa de uno de los mamos, era la mujer que deseábamos encontrar. Ella, fotografia­da por Ruven Afanador, aparece en el retrato con su vestido de picos que se cruzan y cubren su pecho, indicando que es una mujer comprometi­da. Lleva sus collares de colores vivos, también el de chaquiras negras, heredado de su madre, el más importante y el que a la vista llama menos la atención, pues a penas si se percibe. Tiene una mochila que cruza sobre su hombro, y en su cabeza una corona de jeroglífic­os precolombi­nos que la artista Ana González pintó en la bolsa de lana o puza, en la que la mujer lleva a sus hijos hasta que aprenden a caminar. Una intervenci­ón que simbo-

liza su saber ancestral y la resistenci­a de su pueblo durante milenios. Quien la observe, se fijará en el fino trazo de sus labios, en la abundancia de sus cejas y sus ojos negros. También la sabiduría y lo íntimo que representa ser la consejera espiritual de una autoridad. Una misión que ha encarnado desde niña. Porque en las tradicione­s que aún conservan los arhuacos, el niño que han elegido para ser el futuro líder espiritual debe tener una compañera de su edad, quien también debe prepararse. Asiste a rituales en los que aprende sobre medicina tradiciona­l, sobre los alimentos que deberá cocinarle y, en especial, a ser el bastón espiritual de su compañero: una misión que tendrá que cumplir el resto de su vida. Pero Leticia seguía siendo una obra de arte. La real nunca llegó. Nos contaron que las mujeres y niñas que fueron fotografia­das por González y Afanador viven a más de dos horas de Jewrwa, por lo tanto no era posible que presenciar­an la entrega de las obras. Mientras seguíamos preguntand­o por Leticia, sin darnos cuenta, dos mujeres llegaron al cabildo sin saludar. Allí solo había hombres, ellas susurraban en iku y tejían sus mochilas sin mirar los giros que hacían rápidament­e con los dedos y la aguja. A veces dejaban escapar una señal de curiosidad, y de lejos se fijaban en los rostros de los hombres y mujeres arhuacos atrapados en una imagen en blanco y negro. Una de ellas se llama Luisa Izquierdo, tiene 60 años y vive a las afueras de la comunidad. Cuando la imagen de Leticia estuvo en sus manos, solo murmuró: “Bonita”. No solo para ella los rasgos fuertes, la robustez y la fuerza que tiene Leticia son bellos. También lo son para el hombre, quien ve en la mujer delgada una señal de enfermedad. Además de mostrarnos la belleza de la mujer arhuaca, Luisa, poco a poco, nos acercó al mundo donde reina el silencio. Para llegar a su casa hay que subir por un camino estrecho. A cada lado hay árboles de café, algunos agarrados al despeñader­o. Luisa, como estos árboles, se agarró a su tierra tras las muerte de su compañero. Tuvo que empezar a decidir sobre su terri-

torio y sobre el destino de sus siete hijos. Cuando llegamos a la entrada de su casa con paredes de barro y techo de paja, se asomó por la puerta de la cocina. Nos recibió con algunas de sus hijas y nueras. Como quien sabe que se viene una conversaci­ón larga, buscó una butaca de madera y se sentó. Nos habló sobre su ropa. Dijo que desde muy pequeña se recuerda de blanco. Lamenta que sus nietos ya no usen el vestido tradiciona­l, pero también sabe que ahora es un lujo, porque es más costosa que la de los bonachi. Incluso ha tenido que mandar hacer sus vestidos en tela y no en algodón, como dice la tradición. Sin avisar, en medio de la charla, se levantó y fue hacia la cocina, el lugar al que solo acceden las mujeres, pues son quienes avivan el fogón de leña. Pero, en esa tarde, allí había un hombre. Era su hijo tostando las hojas de coca en un sartén, que luego mambearía en el cafetal. A pesar de que en su mayoría éramos mujeres, la presencia de un tety en la cocina de Luisa hizo que el silencio de las arhuacas volviera a retumbar.

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