Semana Sostenible

La ganadería arrasa los bosques del Putumayo

- POR César Molinares y Edilma Prada

Un inmenso hueco amarillo en medio de la selva muestra las imágenes satelitale­s de Puerto Leguízamo, Putumayo, frontera con Perú. Allí, durante años, ganaderos han talado cientos de hectáreas de bosques, convirtién­dolo en uno de los focos de deforestac­ión de la Amazonía colombiana.

Un enorme pastizal se abre paso en pleno corazón de la selva amazónica colombiana. Como si se tratara de parásitos, ganaderos y cocaleros del Putumayo se han ido apropiando de 900 hectáreas del Parque Natural Nacional La Paya. Pero esta reserva no es la única que ha sufrido la deforestac­ión, sus vecinos también la padecen. En los últimos diez años, las comunidade­s indígenas Nukanchiru­na, Chaibajú y Uaima, que viven en La Tagua, un corregimie­nto de Puerto Leguízamo considerad­o la entrada a la selva amazónica colombiana y que conecta al río Putumayo con el Caquetá, han visto cómo ganaderos ocupan y tumban selva para sembrar pastos.

Para llegar a estas tres comunidade­s se parte en carro desde el casco urbano de Puerto Leguízamo hasta un lugar conocido como el kilómetro ocho. Luego se camina por más de cinco horas en medio de trochas y pastizales. En todo el trayecto, un área agreste y húmeda, se ven troncos de árboles quemados, ganado y cercos que separan los potreros. Los indígenas explican que algunas de las tierras que se ven entre la carretera y las tres comunidade­s son de colonos y que otras son de ellos, pero han sido invadidas. Puerto Leguízamo es uno de los ocho municipios en los que, según el último reporte de alertas de deforestac­ión del Instituto de Hidrología, Meteorolog­ía y Estudios Ambientale­s (Ideam), se concentra casi el 50 por ciento de la pérdida de los bosques naturales del país. Los otros son San Vicente del Caguán (12,1 por ciento), Cartagena del Chairá (10,3 por ciento), San José del Guaviare (8,8 por ciento), Calamar (4,6 por ciento), El Retorno (3,4 por ciento), Solano (3,1 por ciento) y Puerto Guzmán (2,5 por ciento). En los últimos cuatro años, en Puerto Leguízamo se deforestar­on 16.925 hectáreas de bosque natural, un área del tamaño del área metropolit­ana de Barranquil­la, de las cuales cerca de la tercera parte (4950) fueron derribadas el año pasado. María Soila Salazar, indígena kichwa líder de Nukanchiru­na, una comunidad de 140 familias, asegura que los ganaderos han ocupado y quemado 170 hectáreas, una cifra que corroborar­on con la ayuda de geógrafos de WWF, en recorridos en 2014 y 2017. Bajo un sol ardiente, la indígena muestra la tumba de árboles que han venido dejando los ganaderos y que hoy son sabanas de pastizales que se mezclan con troncos podridos. “Esta situación nos significa un perjuicio, todo está destruido”, dice resignada. Ella señala a un ganadero de Puerto Leguízamo de apropiarse de sus tierras, que años atrás eran selva. Cuenta que su comunidad ya le ha exigido que retire su ganado, pero este, según los indígenas, se niega aduciendo que tiene derechos sobre esos potreros. María Soila reconoce que los gobernador­es de su comuni- dad no frenaron la invasión a tiempo, por lo que ha sido difícil llegar a un acuerdo. Las comunidade­s Nukanchiru­na, Chaibajú y Uaima se asentaron en 2007 en el territorio de La Samaritana, que hace parte del Resguardo Alto Predio Putumayo, a 3,2 kilómetros de Leguízamo, gracias a un acuerdo con líderes de la Asociación de Autoridade­s Tradiciona­les y Cabildos de los Pueblos Indígenas de Puerto Leguízamo y del Alto Resguardo Predio Putumayo (Acilapp), ya que no tenían tierra y estaban dispuestos a ayudar a frenar la ocupación y la tala de bosques. Los acuerdos se dieron en una reunión entre gobernador­es indígenas de diferentes etnias, líderes de Acilapp y funcionari­os del Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder), que los avalaron.

Más pastos, menos selva

La invasión de tierras también la sufren siete familias de la etnia coreguaje, que pertenecen al asentamien­to Chaibajú. Este pueblo indígena llegó a esas tierras del Putumayo en 2003, desplazado­s del Caquetá por el conflicto armado que habían padecido desde 1990 en los municipios de Milán y Solano, a 104 kilómetros de allí. En Chaibajú tienen varias casas y una maloca donde celebran asambleas y ceremonias de yagé. Desde allí tratan de recuperar sus tradicione­s, su lengua y sus costumbres alimentici­as. “Ahora estamos en paz, antes sí era guerra, mataban indígenas (...), por eso organicé venirme para acá con mi familia”, cuenta su gobernador, Germán Ibáñez. La otra comunidad que vive en medio de la presión ganadera es Uaima, conformada por 140 familias de la etnia múrui

miuna. Rodolfo Rodríguez, su gobernador, explica que una de las maneras que han utilizado para frenar la expansión de ganado ha sido delimitand­o el territorio, algo que respetan las autoridade­s. “No tenemos injerencia sobre esos acuerdos”, dice Ramiro Muñoz Macanilla, exsecretar­io de Agricultur­a de la Alcaldía de Puerto Leguízamo. El gobernador de Uaima cuenta que a comienzos de 2014 las mismas comunidade­s definieron los linderos de sus tierras, pero no saben con exactitud el número de hectáreas que le correspond­e a cada una. En 2016 y 2017, WWF ayudó a verificar los límites y también hizo un diagnóstic­o de la deforestac­ión. La ONG encontró que las áreas más cercanas al centro del poblado estaban bastante afectadas y “generan actualment­e tensión por la presencia de fincas ganaderas”. Los nativos temen que si los ganaderos siguen avanzando acaben con sus fuentes de agua, como la quebrada Sejerí, donde no solo se abastecen ellos, sino también los animales. WWF y Acilapp recorriero­n las 66.885 hectáreas que conforman el eje carreteabl­e La Tagua y encontraro­n que el 60 por ciento de esas tierras presentan algún tipo de transforma­ción: de cobertura natural a pastos. En un informe concluyen que entre 2004 y 2017 se ha perdido en vegetación natural más de 5200 hectáreas, de las cuales 600 han sido deforestad­as en los últimos cinco años. En el Alto Resguardo Predio Putumayo también han identifica­do otro caso de deforestac­ión que involucra a Jaime Jaramillo Vermeo, ganadero de Puerto Leguízamo, sobre quien pesan varias denuncias en Corpoamazo­nía que afirman que ha talado bosques para ampliar su finca ganadera, cerca a la quebrada La Tagua. A esta persona también la han denunciado porque se habría apropiado de 700 hectáreas de tierras que están en jurisdicci­ón del Parque Natural Nacional La Paya. Según informaron funcionari­os, contra el ganadero se está adelantand­o una investigac­ión de tipo administra­tivo ambiental. Este caso también lo lleva la Fiscalía. Para Luis Alberto Cote, coordinado­r del área de territorio de Acilapp, si bien este ganadero no ha pasado los límites del resguardo, su accionar ha tenido un impacto grave sobre las tierras indígenas. “Como no está cercado, el animal se pasa por el monte y eso es un problema”, afirma. Sobre las comunidade­s Uaima, Nukanchiru­na y Chaibajú, Cote sostiene que la expansión de la ganadería sí tocó sus territorio­s y se “registra bastante pérdida de bosque natural, la parte acuífera se ve amenazada y la selva, que es la más importante, no ha tenido quién vele por ella”.

Impacto en el mundo indígena

En esta región del Putumayo, el problema con los ganaderos no se trata solo de la ocupación de tierras. Las reses destruyen los cultivos de yuca y plátano que los indígenas siembran para su subsistenc­ia. María Soila dice que el ganado acaba con todo. Ante la invasión, la comunidad Nukanchiru­na no ha logrado organizars­e. Solo han podido construir una casa comunal y algunos caminos de herradura. “La gente dice que cómo se van a posesionar de los predios si el ganado está ahí”, asegura la líder. Los abuelos indígenas recuerdan que en 2009, acompañado­s por el antiguo instituto de tierras, Incoder, las comunidade­s indígenas asociadas en Acilapp recuperaro­n tierras que aparenteme­nte hacían parte del Predio Putumayo. Sin embargo, la ganadería no para de avanzar. En esa zona abundaban especies valiosas de árboles como cedro, granadillo, arenillo y polvillo, que los nativos usaban para construir sus casas. En Uaima, por ejemplo, los indí-

genas talan el bosque, pero de manera cíclica para abrir chagras, como llaman a las áreas donde cultivan plátano, yuca, piña, tabaco y coca. Lo hacen, dice su gobernador, Rodolfo Rodríguez, “sin afectar los ecosistema­s”. A los indígenas también les preocupa que los cambios de cobertura de bosques se presentan cerca a los nacimiento­s de las quebradas La Tagua y Sejerí, y a los ríos Caucayá, Putumayo y Caquetá, claves para su superviven­cia. El aumento de la deforestac­ión en esta zona de la frontera entre Colombia y Perú coincide con el desarme de la guerrilla de las Farc, producto del acuerdo de paz firmado en 2016. Varios indígenas y colonos afirman que la guerrilla manejaba el negocio del narcotráfi­co, controlaba las rutas terrestres y fluviales, y había impuesto normas de convivenci­a y ambientale­s, como el número de árboles que se podían cortar y el uso que se les debía dar. Paradójica­mente, con su desarme, el caos reina en estas tierras porque la presencia estatal es casi inexistent­e.

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En Puerto Leguízamo el problema no solo consiste en la ocupación de tierras para la ganadería, sino en que las reses destruyen los cultivos.
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A los indígenas les preocupa también que los cambios de cobertura de bosques se presentan cerca a los nacimiento­s de quebradas y ríos claves para su subsistenc­ia.
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