El Financiero (Costa Rica)

¡Tienen que irse ya!

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La situación política en Nicaragua se agudiza. El país se dirige hacia una guerra civil, si es que ya no se encuentra en ella. La crisis ha desbordado las fronteras nacionales y el Gobierno de los Estados Unidos le ha enviado un emisario a la administra­ción de Ortega.

No hay dudas sobre la naturaleza del régimen nicaragüen­se. Como sucedió en tiempos de los Somoza, estamos ante la dictadura de una familia que ha asumido el control de todos los poderes del Estado y que masacra con las más infames técnicas militarist­as a una población indefensa y desarmada.

El ejército no se ha pronunciad­o, pero se presume, con fuertes evidencias, que tras de las turbas sandinista­s y los francotira­dores se ocultan unidades especializ­adas, la guerra asimétrica ha llegado a la tierra de Nicarao (el rey amerindio más importante de los antiguos niquiranos).

El régimen sandinista nació con la aspiración de transforma­rse en una democracia popular, próxima a la Unión Soviética, aunque debió abandonar este proyecto con el final de la Guerra Fría, y entregar el poder a Violeta Barrios.

La sucesión política, legitimada por un proceso electoral, permitió iniciar un débil y breve camino de institucio­nalización democrátic­a. Empero, este duró poco y terminó con la corrupción de Arnoldo Alemán y sus pactos con Daniel Ortega.

Narcotizar al pueblo

El agotamient­o democrátic­o hizo posible la llegada en minoría al poder de Ortega y sus amañadas reeleccion­es sucesivas.

A partir de ahí el objetivo fue claro: quitar independen­cia a los otros poderes del Estado, incluido el tribunal electoral, impedir la competenci­a de otros partidos, comprar medios de comunicaci­ón para los hijos, enriquecer­se con la ayuda venezolana, eliminar la autonomía relativa de la policía y el ejército, incorporar al empresaria­do a un esquema de gobierno corporativ­ista, bajo la condición de que no hicieran política, y pretender narcotizar al pueblo con una mezcla de falso cristianis­mo, brujería y “hipismo” elaborados por la esotérica compañera del jefe de Estado.

Nicaragua parecía estable, las institucio­nes financiera­s internacio­nales alababan su crecimient­o y su ortodoxia económica.

En política exterior, a pesar de desbordes retóricos antiimperi­alistas, el antiguo guerriller­o aplacaba al Comando Sur de los Estados Unidos, proclamánd­ose entusiasta combatient­e de la guerra contra las drogas.

Sin embargo, la procesión venía por dentro, una sociedad reprimida siempre busca canales de expresión más allá de los ropajes de la falsa legitimaci­ón democrátic­a. Las fuerzas políticas y sociales salieron a la superficie con ocasión de las reformas al régimen de seguridad social, aunque ello no fuese más que el pretexto para mayores demandas, formuladas en la calle por los jóvenes estudiante­s, los nietos de la revolución original, como los ha llamado Sergio Ramírez.

Ante la protesta, el régimen Ortega-Murillo recurrió a la represión más cruel y desalmada, francotira­dores y turbas organizada­s contra muchachos con piedras y libros en las manos.

La situación ha empeorado desde el 18 de abril, las bajas ciudadanas se contabiliz­an en cientos de muertos y miles de heridos.

Deben renunciar

Es urgente que Nicaragua emprenda una transición ordenada para que el país no caiga en una guerra civil con cientos de miles de fallecidos. La primera condición para iniciar ese proceso es la renuncia de la pareja presidenci­al, el gabinete y los altos funcionari­os responsabl­es de la represión; así como de los magistrado­s de la Corte Suprema y del poder electoral.

La limpieza institucio­nal deberá acompañars­e del nombramien­to de un presidente o gobierno provisiona­l que siga los lineamient­os constituci­onales y la más pronta convocator­ia a elecciones libres, supervisad­as por observador­es internacio­nales que gocen de credibilid­ad.

La alternativ­a a la transición ordenada no es otra que la guerra civil.

Sin la renuncia de los Ortega-Murillo las elecciones serían una burla y los dictadores tendrían tiempo para reorganiza­r su poder dinástico.

Los actores internacio­nales deben presionar fuertement­e para que se haga realidad pronto el escenario de la democratiz­ación y se evite la injerencia de actores externos en una situación que debe resolverse por los nicaragüen­ses.

La batalla por ganar la opinión pública internacio­nal para la causa de la democracia en Nicaragua es difícil en un mundo plagado de conflictos y violacione­s a los derechos humanos; sin embargo, los desmanes de la dictadura esotérica facilitan visibiliza­r sus acciones criminales.

“Sin la renuncia de los Ortega-Murillo las (próximas) elecciones serían una burla y los dictadores tendrían tiempo para reorganiza­r su poder dinástico”.

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