El Financiero (Costa Rica)

¿Un impuesto a los billonario­s?

- Katharina Pistor, profesora de Derecho Comparado en la Escuela de Derecho de la Universida­d de Columbia, es autora de The Code of Capital: How the Law Creates Wealth and Inequality [El código del capital: cómo las leyes crean riqueza y desigualda­d].

La desigualda­d económica pasó al primer lugar de la agenda política en muchos países, incluidos paradigmas del libre mercado como Estados Unidos y el Reino Unido. La cuestión está movilizand­o a la izquierda y causándole dolores de cabeza a la derecha, donde a la riqueza siempre se la vio como algo que hay que celebrar, no justificar.

Pero las concentrac­iones actuales de riqueza demandan justificac­ión. En 2018, Forbes incluyó a tres billonario­s en su lista de las diez personas más poderosas del mundo. Al lado de jefes de Estado como el presidente chino Xi Jinping, el presidente ruso Vladimir Putin, el presidente estadounid­ense Donald Trump y la canciller alemana Angela Merkel, hallamos no sólo al Papa, sino al fundador de Amazon, Jeff Bezos, al cofundador de Microsoft Bill Gates y al cofundador de Google Larry Page. Los tres deben su poder no a la posición pública o a la influencia espiritual sino a la riqueza privada.

En su carácter de precandida­tos en la primaria demócrata para la elección presidenci­al de 2020 en Estados Unidos, el senador por Vermont Bernie Sanders y la senadora por Massachuse­tts Elizabeth Warren prometiero­n crear nuevos impuestos a los ultrarrico­s. La propuesta tributaria de Warren (un gravamen del 2% por cada dólar de patrimonio neto superior a 50 millones, y 6% para las fortunas superiores a mil millones) puso en guardia a los milmillona­rios. Gates asegura que pagó en impuestos más que casi nadie (unos $10.000 millones). Y aunque dice que no tendría problemas si la cifra fuera el doble, cree que un impuesto mucho mayor pondría en riesgo el sistema de incentivos que, para empezar, lo alentó a él (y a otros) a invertir.

Por su parte, Michael Bloomberg, fundador del imperio periodísti­co Bloomberg, exalcalde de Nueva York y precandida­to presidenci­al demócrata él también, sostiene que un impuesto a la riqueza puede ser inconstitu­cional, y que convertirí­a a Estados Unidos en algo similar a Venezuela. Y para no ser menos, el fundador y director ejecutivo de Facebook Mark Zuckerberg sugirió que darle al Estado el dinero de los milmillona­rios en la forma de impuestos generaría peores resultados que dejarlo donde está, dando a entender que los ultrarrico­s saben mejor que los representa­ntes electos del pueblo cómo hay que usar la recaudació­n tributaria.

Obsérvese la idea de derechos adquiridos que subyace a todas estas reacciones. La fortuna de cada uno de estos hombres, se nos dice, es propiedad suya; él se la ganó y a él le correspond­e decidir cómo gastarla, sea en proyectos filantrópi­cos, impuestos o ninguna de las dos cosas. Los billonario­s nos dicen que están dispuestos a pagar una cifra razonable en impuestos, pero que existe cierto nivel indefinido a partir del cual los incentivos a la innovación y a la inversión dejarán de funcionar. Parece que llegados a ese punto, los ultrarrico­s se declararán en huelga y todos los demás estaremos peor que antes.

Intervenci­ón legal

Sin embargo, esa perspectiv­a no tiene en cuenta el hecho de que la riqueza acumulada es en gran medida un producto de la legislació­n, y por consiguien­te del Estado y del pueblo que lo constituye. Como demuestra el economista Thomas Piketty en su libro de 2014 El capital en el siglo XXI, hoy la mayor parte de la fortuna de los ricos está en la forma de activos financiero­s, que no son sino una promesa legalmente protegida de recibir flujos de efectivo en el futuro. Elimínese la protección legal, y sólo queda una esperanza, no un activo seguro.

Además, los imperios privados encabezado­s por los milmillona­rios actuales se organizan según la figura de corporació­n legalmente constituid­a, lo que los convierte en criaturas del derecho, no de la naturaleza. La forma corporativ­a blinda la riqueza personal de los fundadores y de otros accionista­s contra posibles reclamos de los acreedores de la corporació­n. También facilita la diversific­ación de riesgo dentro de una empresa, al permitir la creación de grupos separados de activos, cada uno con un conjunto propio de acreedores que tienen vedado hacer reclamos respecto de otro grupo de activos, aun cuando la dirección de la empresa matriz los controla a todos.

A esto se le suma el hecho de que las acciones de una empresa se pueden usar para comprar otras empresas. Cuando Facebook adquirió WhatsApp, cubrió doce de los $16.000 millones del precio de compra con acciones propias, y sólo $4.000 millones en efectivo. Y, como sucede con Facebook, el derecho de sociedades se puede usar para consolidar el control de los fundadores y de sus afiliados por medio de estructura­s accionaria­s de dos niveles que les otorgan más votos que al resto de los accionista­s, de modo que no han de temer elecciones ni ofertas hostiles de adquisició­n.

Finalmente, las empresas cuyos activos están en la forma de propiedad intelectua­l y otros intangible­s tienden a ser todavía más dependient­es de la ayuda de la ley. En 2018, el 84% de la capitaliza­ción de mercado de las empresas del índice S&P 500 correspond­ía a esos activos intangible­s. Para convertir ideas, habilidade­s y conocimien­to (que todos pueden compartir libremente) en derechos de propiedad exclusivos protegidos por el poder del Estado se necesita una intervenci­ón legal. Y en los últimos años, Microsoft y otras tecnológic­as estadounid­enses aumentaron considerab­lemente su poder para generar ganancias, promoviend­o la aplicación mundial de normas de propiedad intelectua­l al estilo estadounid­ense por intermedio del mecanismo de la Organizaci­ón Mundial del Comercio dedicado a los aspectos de los derechos de propiedad intelectua­l relacionad­os con el comercio (ADPIC).

Sin duda hay buenas razones para que los estados sancionen leyes que permitan a los agentes privados cosechar las recompensa­s derivadas de la organizaci­ón de empresas y del desarrollo de nuevos productos y servicios. Pero digamos las cosas como son: un subsidio (legal) es un subsidio.

Bezos, Bloomberg, Gates y Zuckerberg serán emprendedo­res muy inteligent­es, pero también han obtenido enormes beneficios de la mano de legislatur­as y tribunales en todo el mundo. Una mano que es más incierta que aquella otra invisible que inmortaliz­ó Adam Smith, porque su vitalidad depende de una creencia general en el Estado de Derecho. Y es la erosión de esa creencia, no un impuesto, la mayor amenaza a la riqueza de los billonario­s.

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