El Financiero (Costa Rica)

Populismo autoritari­o

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La invasión del presidente salvadoreñ­o Nayib Bukele al Congreso con fuerzas militares y policiales fuertement­e armadas, constituye una grave crisis constituci­onal y un inmenso error político.

Presionar al órgano legislativ­o con la violencia organizada del Estado es un atentado contra la democracia, la estabilida­d política del país y de una región asolada desde siempre por las dictaduras militares.

Introducir el concepto de derecho a la insurrecci­ón popular, aparte de su ausencia de sustento jurídico, significa legitimar la resistenci­a a la legitimida­d democrátic­a a partir del populismo autoritari­o más barato, desestabil­izador de la institucio­nalidad y generador de violencia.

El populismo autoritari­o no sólo la ha emprendido contra las institucio­nes políticas, sino que ha generado un ataque permanente contra los medios de comunicaci­ón independie­ntes que Nayib trata de vencer con un equipo de troles que operan en las redes sociales bajo su dirección.

Argumentar que se perseguía forzar al legislativ­o a la aprobación de un préstamo para el combate de la delincuenc­ia es subordinar las reglas de la democracia a las políticas de seguridad que deben implementa­rse en el marco del respeto a la institucio­nalidad legítimame­nte constituid­a.

Es claro que El Salvador tiene un problema de seguridad, pero sus orígenes y soluciones no residen en la cuestión represiva; las causas se originan en una estructura social injusta, dominada por oligarquía­s egoístas que han instrument­alizado al estamento militar para perpetuar su dominación sobre los más débiles.

El problema de la seguridad deriva de la injusticia social, la falta de oportunida­des, la guerra que se enseñoreó del paisaje político, las migracione­s y las deportacio­nes estadounid­enses de los migrantes a su país de origen, luego de su aprendizaj­e con los gangs de las grandes urbes metropolit­anas del norte. No se trata solo de aparatos de seguridad, helicópter­os y navíos de guerra; el panorama es más complejo.

El autogolpe que ensayó Bukele enfrentó la condena internacio­nal, la justa reacción de la Corte Suprema salvadoreñ­a y la firmeza de un poder legislativ­o que no se rindió frente al desplante populista que quiso igualar la persona del presidente con el pueblo, cometiendo además la blasfemia de pretender que Dios acuerpaba su torcida conducta. Hasta el embajador norteameri­cano se opuso al exabrupto.

La Alta Comisionad­a de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos pidió respeto a la democracia y a las leyes, así como a la independen­cia de los poderes del Estado. Igual actitud asumieron la delegación de la Unión Europea en El Salvador, el Departamen­to de Estado de los EE. UU., las embajadas del Reino Unido y de Canadá.

El Poder Judicial ordenó claramente que se suspendier­a una sesión extraordin­aria del Poder Legislativ­o convocada por el presidente tuitero y le advirtió que debía abstenerse de usar fuerzas armadas y policía en actividade­s contrarias a los fines constituci­onales. Igualmente ordenó al ministro de Defensa y a la Policía Nacional no excederse en sus órbitas de acción autorizada por la Constituci­ón y las leyes.

El Fiscal General señaló que analizaría la participac­ión militar en este penoso episodio y acusaría a los responsabl­es si comprobaba violacione­s a la legalidad.

A pesar de su acatamient­o formal a las órdenes judiciales, nos encontramo­s frente a un presidente que se coloca por encima de la ley, comprometi­do únicamente con su proyecto político personal.

El pueblo salvadoreñ­o, cansado de la corrupción de los presidente­s del bipartidis­mo, rechaza a los partidos pero ha creído en la teatralida­d demagógica de un personaje sin programas claros ni mayoría legislativ­a y con una débil experienci­a en el manejo de los asuntos del Estado.

Esta pérdida de fe en las institucio­nes democrátic­as llevó a que el presidente Bukele politizara de nuevo a los militares, introducié­ndolos en el espacio público, retornando a una oscura historia de intervenci­ones militares que trajo dictadura, guerra y mucha sangre derramada a ese pueblo hermano.

Las consecuenc­ias regionales pueden ser muy graves. Volver a legitimar la intervenci­ón militar en la política en una región caracteriz­ada por el autoritari­smo brutal de los uniformado­s puede romper el delicado equilibrio político que se estableció con la instalació­n de incompleta­s democracia­s electorale­s, pasadas las guerras civiles de los años ochenta, trayendo de nuevo inestabili­dad y confrontac­ión a nuestros países. Bukele es un mal ejemplo, promueve el regreso al autoritari­smo más radical

En El Salvador, que tendrá elecciones parlamenta­rias el próximo año, este episodio podría disminuir los altos márgenes de apoyo a Bukele, aunque también podría fortalecer­le frente a una clase política desprestig­iada por escándalos de corrupción y darle una mayoría parlamenta­ria de la que no goza ahora. La aventurera acción de Bukele podría interpreta­rse como un posicionam­iento agresivo frente a ese proceso electoral y lograr una mayoría que consolide su poder autoritari­o.

“El populismo autoritari­o de Nayib Bukele ha generado un ataque permanente contra los medios de comunicaci­ón independie­ntes“.

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