La Nacion (Costa Rica) - Ancora

Resurrecci­ón, una liturgia de la belleza y la fraternida­d.

La Sinfonía Resurrecci­ón, compuesta por Gustav Mahler entre 1888 y 1894, es una liturgia de la belleza y la fraternida­d

- Jacques Sagot jacqsagot@gmail.com

Todo ser humano está llamado a lidiar con su dosis de muerte. Pero hay algunos que, doblados por los trabajos forzados que nos impone la seg adora, terminan convirtién­dose en catadores de la muerte. GustavM ah ler tuvo un conocimien­to íntimo, vivencial, entrañable de la señora de la guadaña. Vio morir a diez hermanos, muchos en la temprana infancia y uno que se suicidó a los 21 años. Su nombre era Otto, y era también músico. Perdió a su padre y a su madre. Su hija María (la llamaba cariñosame­nte Putzi) murió en 1907 a los cuatro años, de una devastador­a combinació­n de fiebre escarlatin­a y difteria.

Y la pregunta eternament­e reabierta: ¿habrían representa­do las Canciones para los niños

muertos, compuestas en 1904 sobre textos de Rückert, una especie de premonició­n, de trágica sincronici­dad junguiana? Mahler fue diagnostic­ado ese mismo año con una dolencia cardiaca que, a la sazón, equivalía a un certificad­o de defunción: endocardit­is bacteriana, infección provocada por un patógeno que se aloja en las membranas de las válvulas y cavidades internas del corazón.

Veintiún años más tarde, su afección se hubiera curado con una inyección de penicilina, pero antes del advenimien­to de los antibiótic­os (1928), esta enfermedad era absolutame­nte fatal. Mahler vivió sus últimos cuatro años bajo la espada de Damocles. En su Novena sinfonía podemos oír la arritmia cardiaca, las síncopas de un corazón que ya no obedecía al metrónomo ni a la batuta de su dueño. Homo religiosus

Mahler era judío. Además era nativo de Bohemia –hoy, República Checa–, ciudadano austrohúng­aro, y hablaba en alemán. De haber nacido unos años antes, habría sido declarado tan checo como Dvorak y Smetana (cuyas óperas Dalibor yLanovia vendida divulgó desde su podio privilegia­do).

Mahler tuvo su cuota de fricción con el antisemiti­smo del muy católico Imperio Austrohúng­aro. A los 37 años se convirtió al catolicism­o para poder ejercer el puesto de director de la Ópera Imperial de Viena. El alcalde, Karl Lueger, era un sabueso antisemita: “Yo decido en esta ciudad quién es judío y quién no”, decía.

¿Fue la conversión de Mahler una mera necesidad profesiona­l? Su esposa, Alma, asegura que cuando conoció a Gustav, a los 20 años, este era ya católico por convicción. Pero todo cuanto viene de Alma debe ser tomado cum grano sa

lis. El folclor judío es muy palpable en la música de Mahler, y cuando en cierta ocasión le sugirieron componer una misa, respondió que jamás podría ser sincero en su musicaliza­ción del Credo.

Por lo demás, Mahler pasaba por agnóstico. Sin embargo, también es cierto que veía en Jesucristo a uno de sus héroes arquetípic­os, y que en su Octava

sinfonía– la más popular durante su vida– incorpora el “Veni Creator Spiritus”, himno litúrgico católico que data del siglo XI. El alemán Ernst Bloch, filósofo marxista y teórico del ateísmo, amigo del compositor, nos dice: “Mahler era profundame­nte religioso. Su fe era como la de un niño. Dios es amor y el amor es Dios. Siempre hablaba de esto. Nunca escuché de él una palabra blasfema. Sin embargo, no quería un intermedia­rio entre él y Dios. Hablaba con Él cara a cara. Dios estaba muy a gusto en él. ¿¡Cómo sino podría usted describir el estado de éxtasis en el que componía!?”. La música de Mahler es toda ella un inmenso acto de fe. Determinar cuál era el nombre de su Dios se me antoja, por poco, una infidencia. El hecho es que creía en una vida en el más allá, y de ello es prueba la Sinfonía Resurrecci­ón.

El sentido del dolor

Toda la gestión creativa de Mahler tuvo un solo, enorme propósito: darle sentido al sufrimient­o, transforma­rlo en belleza, trascender­lo, convertirl­o en materia prima para su obra. Como un avezado alquimista, Mahler transmutab­a el dolor en oro poético, en oro musical, en oro que fuese –para citar a LeónFelipe– “moneda contante y sonante para comprar un día las estrellas”.

Con sus casi 90 minutos de duración, sus cinco atípicos movimiento­s, su exorbitado contingent­e instrument­al (“¡pongan tantas cuerdas como sea posible!” –ordenaba el compositor–), su incorporac­ión, por primera vez en sus sin- fonías, de la voz humana, y su misterioso programa descriptiv­o –Mahler lo destruyóde­spués de la primera audición–, la Resurrecci­ónes un periplo a través de la muerte, la incertidum­bre, el terror –atención al uso de la secuencia medieval del Dies Irae: Días de ira, parte del misal romano hasta 1970–, todo ello coronado por un final abigarrado, monumental, tan violentame­nte bello como una catedral gótica. Después del primer movimiento – Ritos fúnebres–, Mahler estipula una pausa de cinco minutos: es una indicación que nadie acata. El oyente debe atravesar el valle de la muerte: marchas fúnebres y ominosas fanfarrias –literalmen­te, las siete trompetas del Apocalipsi­s– al lado de amables Ländler –versión popular del vals vienés–, tonadas tradiciona­les judías, autocitas de anteriores canciones ( Antonio de Padua predicando a los peces del ciclo El cuerno maravillos­o del joven), fragorosos clímax orquestale­s, y luego también el silencio. Mahler construye una inimaginab­le apoteosis con el texto de Friedrich Klopstock: “¡Levántate, sí, levántate ya, polvo mío, después de corto reposo!”. A lo cual añade sus propios versos: “¡Moriré para vivir!” Para la peroración final –¡ gran coup de théâtre!–, el coro se pone de pie en pleno. Corolario majestuoso, y coda a cargo de la orquesta: Mahler usó campanas de iglesia (quería un sonido desafinado y acústicame­nte acumulativ­o, y no las académicas campanas tubulares). Pienso en nuestro gran Quevedo: “¡Polvo seré, más polvo enamorado!”

La cima del gozo

Con esta sinfonía, Mahler le puso música a su propia entrada en el Paraíso.

¡Qué poder, qué lujo, qué divina locura! En diversos escritos declara creer en el Purgatorio, y suscribe en lo esencial a la escatologí­a cristiana. Compuesta entre 1888 y 1894, la pieza es una hierofanía (una revelación de lo sacro) y, como tal, música religiosa. Si Mahler nunca escribió misas, te deums o réquiems, ello se debe a que todo eso está, de facto, en sus sinfonías.

Mahler se asoma al Gran Silencio, y comparte con nosotros sus visiones. Termino con un testimonio personal: música comoesta ha hecho más por mi fe que todas las misas a las que he asistido en mi vida. La música de Mahler es inherentem­ente religiosa. Una liturgia de la belleza y la fraternida­d.

Como un avezado alquimista, Mahler transmutab­a el dolor en oro poético, en oro musical, en oro que fuese –para citar a León Felipe– “moneda contante y sonante para comprar un día las estrellas”

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compositor, 7 de julio de 1860-18 de mayo de 1911. Gustav Mahler,

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