La Nacion (Costa Rica) - Ancora

Artista al ruedo

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El mundo se le fue dibujando alrededor. Mientras el corazón le galopaba en el pecho, los ojos se le iban llenando de colores: las sábanas que una vecina lavaba por encargo hasta devolverle­s el blanco, las hojas de tabaco que otro vecino colgaba al sol para que se secaran, el cabello negrísimo de su madre que teñía el viento cuando se soltaba la trenza.

“Rafa, Rafa, Rafa”… siempre parecía haber alguien llamándolo, dispuesto a interrumpi­r sus travesuras y él, corría descalzo de una a otra correría: rodaba por el zacate hasta verlo todo verde y dejar la ropa perdida; metía primero un dedo y luego el antebrazo completo dentro de los tarros de su vecino el pintor y, después, sacudía la mano azul o amarilla y hacía llover gotas de colores. O se pegaba con algún chiquillo e iba intercalan­do el brillo de ser noqueado con el rojo de la sangre del contrario.

Y de pronto el gris: la familia completa, dos hermanos y una hermana mayores que él y su madre, cargando a su hermana menor que se escondían en la parte de atrás de un carretón, camuflados bajo los colchones y abandonaba­n la casa de noche. De camino, el padre iba explicando que así es la vida cuando la plata no alcanza y que el hogar queda donde la familia esté junta (esta escena se repetiría cuatro o cinco veces más, inalterabl­e, interrumpi­endo la trama con leves diferencia­s, el papá por ejemplo deja de dar ex- plicacione­s y es la mamá la que trata de calmar a los hijos recitando algún poema de Rubén Darío)

Luego, Rafa, más grande pero siempre niño, está sentado en el muro de piedra, se descuelga corriendo cuando oye el pito del tren y pone una moneda o una chapa de refresco sobre la vía y vuelve a sentarse, la barbilla sobre los brazos entrelazad­os y mi- ra pasar los vagones y dentro de ellos a decenas de mujeres que se multiplica­n ventanilla tras ventanilla. Todas muy arregladas, con sombreros y abanicos, ninguna lo vuelve a ver y él se olvida de recoger su chapa aplastada… “Rafa, Rafa, Rafa” lo llamaban y él entraba a la casa pequeñísim­a y llena, no solo de gente sino, también, de cuero y clavos y suelas de zapatos que su papá tenía que terminar de remendar.

De vez en cuando, se encontraba a don Claudio de buen humor y, entonces, era fiesta: le ofrecía un paquete de maní garrapiñad­o y sacaba a bailar a su madre por la sala y el niño los miraba dar vueltas, abrazados, al ritmo de la música antigua que salía de una radio igual de vieja y se acordaba de olvidarse que, tarde o temprano, cargada por alguno de los hermanos, iba a estar de vuelta en el carretón hacia la próxima casa. Y otra vez el niño, esta vez dentro de un aula, intentando dibujar en la pizarra con un cachito de tiza una caricatura de la maestra y el dibujo se va convirtien­do en un retrato y las risas de los compañeros cesan de pronto cuando la niña nada ofendida le agradece el cumplido.

Más tarde, “Rafa, Rafa, Rafa” tratan de advertirle los compañeros, pero él sigue caminando distraído y atardece y escucha risas y se encuentra de frente con un toro y, durante unos segundos, se sostienen la mirada y, de pronto, se da vuelta y, antes de que pueda correr, el animal lo enviste. Así, el niño, ya casi muchacho,

descubrió su pasión. Encontró una tela roja y salió en busca del toro y lo retó y lo esquivó y apareció y volvió a retarlo y otros chiquillos del barrio le hicieron barra y pasó una tarde y otra y otra más.

Rafa se sintió listo para probar suerte en una plaza de verdad, en una corrida que no era la suya, se descolgó, como hizo antes del murito frente a la línea del tren. Se tiró del palco y entró al ruedo y desenrolló su capote casero y el toro lo descubrió y el torero también y corrieron, ambos, hacia el muchacho y el toro lo levantó por los aires y el torero lo recogió del piso y lo llevó en hombros a la enfermería y allí lo fue a buscar don Claudio, y padre e hijo se enfrentaro­n y las corridas quedaron prohibidas.

Sin embargo, nadie conseguirí­a refrenar la pasión del muchacho que apenas pudo, volvió a estar en el redondel, sentado en el palco. Desenrolló, entonces, un pliego de papel y con la misma emoción que sacó el capote aquella vez, comenzó a dibujar uno a uno los movimiento­s del toro y el torero.

No sabía que tenía talento, lo que le importaba era aprehender de tauromaqui­a todo lo posible, pero los pliegos de papel que retrataban el enfrentami­ento entre el animal y el hombre se fueron acumulando, llegaron a manos de una señora mayor y elegantísi­ma, que, acababa de inaugurar la Casa del Artista: se llamaba Olga Espinach e invitó a Rafa, que acababa de cumplir 15 años, a convertirs­e en su alumno.

 ?? CORTESÍA DE LA FAMILIA FERNÁNDEZ TERCERO. ?? Una imagen de 1948 del equipo de fútbol de la escuela. Rafa Fernández es el niño que sostiene el balón; era el portero.
CORTESÍA DE LA FAMILIA FERNÁNDEZ TERCERO. Una imagen de 1948 del equipo de fútbol de la escuela. Rafa Fernández es el niño que sostiene el balón; era el portero.

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