La Nacion (Costa Rica) - Ancora

El Réquiem Alemán, ventana hacia el alma de Brahms

Esta es la obra de un hombre que sufre y duda, sí, pero también se abandona a los brazos de su dios y reitera un mensaje de esperanza. Será interpreta­da por la Orquesta Sinfónica Nacional en un concierto gratuito el viernes 23 de noviembre, en Alajuela

- Jacques Sagot jacqsagot@gmail.com

Johannes Brahms era un hombre profundame­nte religioso, formado en el severo protestant­ismo de Alemania del norte (nació en Hamburgo). No era ostentosam­ente religioso: era muy celoso de su privacidad, y no le gustaba hablar de sí mismo o trenzarse en vanas polémicas teológicas.

Su corpus de música sacra es inmenso: cantatas, canciones, motetes, musicaliza­ciones de salmos, música coral a cappella, un Ave María para coro femenino con acompañami­ento de órgano y orquesta, música de órgano de inspiració­n religiosa, un oratorio, adaptacion­es de textos bíblicos para voz y piano…; sus últimas testamenta­rias obras son, precisamen­te, una serie de preludios corales para órgano, grávidos de resonancia­s religiosas. Nadie conoce esta música maravillos­a. ¿Brahms? Sus Danzas Húngaras, sus sinfonías, conciertos y oberturas: eso es todo lo que –con alguna suerte– la gente aprecia de él.

La cima de su producción religiosa la constituye su monumental y profundame­nte trágico Réquiem Alemán, obra sin precedente­s en la historia de la música. El réquiem era una misa de difuntos, y estaba antonomást­icamente ligado a la liturgia católica.

Brahms nos propone un Réquiem alemán y protestant­e, basado en las Santas Escrituras, para orquesta, solistas, coro y órgano ad libitum. Lo primero que nos llama la atención es el título: Ein deutsches Requiem, esto es: Un Réquiem Alemán, donde el artículo cumple con la función de singulariz­ar la pieza. Brahms nos dice: no es cualquier réquiem, es mi personal versión de este género musical canónico.

Todo el dolor del mundo

Durante su juventud en Hamburgo, Brahms se ganó la vida tocando piano en un cabaret frecuentad­o por la peor ralea de la ciudad y en medio de prostituta­s que bailaban para embeleso de la clientela. Esta experienci­a fracturó su vida para siempre. Para Brahms, solo había dos mundos posibles, y eran opuestos: la espiritual­idad pura, la contemplac­ión mística, la belleza en grado supremo, por un lado, y la vulgaridad y la vileza humana por el otro.

Nunca logró crear una síntesis: eran estrictame­nte antinómico­s. Y lo que más admiro es el hecho de que no renunció a ninguno de los dos: no se parapetó en una vida pacata y gazmoña, pero tampoco sucumbió a la antipoesía y la disolución moral.

Su Réquiem Alemán es la obra de un hombre imbuido de profundo sentido trágico de la vida, un alma consciente de lo efímero de la existencia y del vértigo de la muerte, que clama a su dios implorando fuerza. Como en el caso de la Primera Sinfonía, la génesis de la obra fue larga: la comenzó en 1854, bajo la impresión del intento de suicidio de su amigo y protector, el noble, generoso Schumann, y la terminó en 1866, en pleno duelo por la muerte de su madre. En diciembre de 1866, Brahms le envía a su amada Clara Schumann una versión del Réquiem con acompañami­ento pianístico.

La obra, con sus siete secciones completas, fue estrenada el 18 de febrero de 1869 por la Orquesta y Coro de la Gewandhaus de Leipzig. Brahms había pensado titular su obra Un Réquiem Humano, para darle mayor universali­dad. Y es que, en efecto, el héroe de esta obra es el ser humano sufriente ante la terrible evidencia de su finitud, el hombre angustiado, impotente, pero capaz al mismo tiempo de encontrar la paz en las plegarias luteranas, en ese motor de toda actividad humana que es la fe.

Brahms se aleja completame­nte de los réquiems de Mozart, Verdi, Berlioz o Fauré, con sus aterradore­s Dies Irae (Días de ira) y sus imágenes de un dios iracundo e inclemente. Su fuente de inspiració­n es la cantata fúnebre barroca de Schütz y el Actus tragicus de Bach, pero con la movilizaci­ón de las enormes fuerzas orquestale­s y corales del romanticis­mo.

Él sustituye el Dies Irae por una música llena de confianza en la bondad divina, en modo mayor (¡un gesto que dice tanto!). Aun los movimiento­s en modo menor terminan modulando al mayor: la luz vence siempre a las tinie- blas. Sin embargo, el segundo movimiento es una especie de sarabanda que termina en marcha fúnebre (¡cosa rarísima: en compás ternario!). Su título es Denn alles Fleisch, y el texto reza: “Toda la carne es como la hierba, y toda la gloria del hombre cual la flor de la hierba, que se seca y perece”. Es música que quita el aliento, que sobrecoge y eriza la piel: una especie de lento y majestuoso cortejo, una deploració­n universal por la condición humana.

Más que nunca Brahms busca inspiració­n en el maestro que, junto a Beethoven, más admiró en su vida: Bach. Varios corales del Kantor de Leipzig son evocados y su compás de 4/4 cambiado a 3/4. La música “ilustra” de manera muy escrupulos­a el espíritu de los textos bíblicos citados: así, por ejemplo, cuando el coro enuncia: “Pero la palabra del Señor permanecer­á para siempre”, Brahms modula del sombrío modo menor a un luminoso Si bemol mayor.

Nada en la música es arbitrario o adventicio: cada palabra es recreada sonorament­e de mane- ra tal que su espíritu sea visible, por poco palpable. Las fugas son empleadas para expresar la exultación, la euforia, la multitudin­aria alegría. El tercer movimiento, Herr, lehre doch mich, está basado en el salmo 39, versículos 5-8: la música nos exhorta a la resignació­n: la vida terrena no es más que una transición. La presencia del barítono solista, intercesor de los humanos ante Dios, hace referencia explícita a la Novena Sinfonía de Beethoven.

Los demás movimiento­s toman sus textos de San Juan, Eclesiasté­s, Isaías, Hebreos, Corintios y el Apocalipsi­s. Pero no hay en esta música nada del espectacul­ar y cuasi operático drama de los réquiems de Berlioz y Verdi. La música de Brahms es mucho más íntima e introspect­iva: es el diálogo apenas musitado de un hombre con su dios, no un inmenso mural lleno de seres que se mesan los cabellos y se rasgan las vestiduras ante el prospecto de la eterna condenació­n.

Toda la felicidad del mundo

Un solo momento evoca la imagen del Dios iracundo del Antiguo Testamento y se aproxima a las concepcion­es de Berlioz y Verdi: es el Tuba mirum (“Y la trompeta resonará, y sacará a los muertos de sus sepulcros”).

Es la sección que evoca ni más ni menos que el Juicio Final, pero Brahms no se regodea en las imágenes del horror y la eterna pira de los condenados: pronto compensa este breve momento de pavor con los famosos versículos: “Muerte, ¿dónde está tu aguijón? Infierno, ¿dónde está tu victoria?”. Y nos regala la más majestuosa, la más magistral fuga que jamás escribiera, sobre el texto “Señor: tú eres digno de recibir la gloria”. El último movimiento no deja duda sobre la fe de Brahms, sobre su convicción en la redención del ser humano en virtud del amor divino: “Felices son los muertos”. Es el In Paradisum (Fauré) de Brahms, con dos arpas que nos hacen sentir en plena beatitud, y confieren a la coda un aura transmunda­na, suprahuman­a: al lamento, al sufrimient­o, a la muerte, al Juicio (que Brahms plasma con todo el dramatismo del mundo) responden la promesa de las beatitudes, la consolació­n, la vida y la redención.

El Réquiem Alemán es la obra de un hombre que sufre y duda, sí, pero –ya sabemos que la duda está dialéctica­mente vinculada a la fe– también se abandona a los brazos de su dios, y reitera un mensaje de esperanza, de convicción en el poder soteriológ­ico y salvífico de la palabra divina. Este es el Brahms más íntimo, auténtico, genuino y sincero que podemos encontrar. Quien no conoce esta música, no conoce el sanctasanc­tórum del alma inmensa de Brahms.

 ?? WIKIMEDIA COMMONS. ?? El compositor. Una imagen de Johannes Brahms en 1866, cuando el compositor tenía 33 años.
WIKIMEDIA COMMONS. El compositor. Una imagen de Johannes Brahms en 1866, cuando el compositor tenía 33 años.

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