La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

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ace seis años pasé por una depresión. No sé cómo comenzó todo, fue como pasar por una nube de polvo –problemas cotidianos, estrés, cambios– y de repente continuar la vida llena de hollín.

Escribía mucho, escribía por desahogo y escribía para no ser leída, porque hay cosas que aprendemos a ocultar como si fueran un crimen. La depresión es una de ellas. Vivía escondiend­o un nudo en la garganta y tratando de ser una persona funcional contra todos los pronóstico­s.

Intenté pedir ayuda y escuché las frases menos consolador­as de quienes creen que depresión y tristeza son lo mismo: “usted es fuerte”, “no hay por qué llorar”, “tiene que haber una explicació­n”, “aprenda a ver la parte buena de la vida”. La vida tiene muchas cosas buenas que con la depresión se vuelven invisibles.

Cuando uno siente que nadie nadie lo entiende, calla. Callar es el primer síntoma. Callar y esconder. Todo se sufre a solas porque estar “depre”, para muchos, es una chiquillad­a, un mal día, es cuestión de tiempo. Aclaremos: tener depresión no es estar triste cuando se tienen motivos para estarlo, sino estar triste, irremediab­lemente triste, cuando todo marcha bien.

Casi sin darme cuenta, me había vuelto fiel al té de tilo, las gotas de valeriana, las cápsulas de San Juan y las pastillas para dormir. Descuidé a mis perros, preocupé a mi familia y pasaba adormecida en el trabajo. Entonces lloraba por los perros, por la familia, por el trabajo.

Con la depresión las lágrimas brotan porque sí, por un ingrato desequilib­rio químico

!en el cerebro que me había convertido en llorona crónica y pesimista aguda. Lloraba mientras conducía hacia mi casa, frenando cada 100 metros para limpiar los anteojos empañados.

Varias veces me cuestioné si seguir la ruta o intentar chocar contra el siguiente poste. Por suerte soy cobarde y, además, ¿quién le daría de comer a mis perros? Entendí que tenía una enfermedad y que debía tratarla como lo hace cualquier hipertenso, diabético o asmático. Consulté con un médico y una pastilla logró regular el desequilib­ro.

El canadiense Kevin Breel nunca lució como un joven depresivo. Era capitán del equipo de basketball, estudiante del año y popular entre sus compañeros, pero, una vez en casa, su vida era un martirio. Estaba viviendo dos realidades diferentes: la que todo el mundo veía y la que solo él vivía. Pero sobrevivió. Sobrevivió con la nota suicida lista y las pastillas en su mano, porque pudo aceptar que tenía depresión y empezó a hablar de ello. Conozco su historia porque se atrevió a contarla enfrente de multitudes. Hoy es un reconocido comediante, escritor y activista de la salud mental.

Tuve depresión, la superé y es probable que en algún momento vuelva a aparecer, pero ahora sería diferente porque, si tuviera que enfrentarl­a de nuevo, sé que al menos ya no callaría.

Después de las bromas del día, llorar a solas duele. Estar triste no es un asunto sin importanci­a. Vivir dos vidas atormenta... Si empezáramo­s a pensar en la depresión como una enfermedad más, si nos permitiéra­mos visitar al psicólogo sin que nos juzguen de locos, si nos animáramos a hablar, ¿cuántas vidas podrían mejorar? ¿Cuántas personas dejarían de considerar si chocan contra el próximo poste? ¿Cuántas personas estarían dando su testimonio para salvar al próximo Kevin Breel?

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