La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

LAS ABUELAS

A VECES YO NO ENTIENDO POR QUE SOY ASI O ASA Y CON EL TIEMPO FUI CONOCIENDO MEJOR A MIS ABUELAS Y VIENDOME REFLEJADA EN ELLAS.

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Me gusta pensar que tengo un poquito de mis abuelas; de Alice heredé el gusto por la lectura y la buena cuchara, y de Flora el sentido del humor. A veces yo no entiendo por qué soy así o asá, y con el tiempo fui conociendo mejor a mis abuelas y viéndome reflejada en ellas.

Por ejemplo, desde niña me gustó leer. Mortifiqué a mis papás para que me enseñaran a descifrar las palabras incluso antes de entrar al kínder. Rebuscaba en mi casa para encontrar algún libro, el que fuera, con tal de sentir el papel y percibir el olor a hojas impresas, pero mi casa nunca fue de muchos libros.

Había dos encicloped­ias: una didáctica y la de sexualidad de Océano. Obviamente, siendo niña prefería leerme y releerme la de sexualidad porque era la que tenía más dibujitos, hasta que me la aprendí de memoria. Quizá eso explica por qué para mí el sexo se convirtió en un tema tan natural como cualquier otro.

Luego, tía Sandra me regaló el libro de los 365 cuentos, uno para cada noche. Eso me mantuvo felizmente entretenid­a un buen tiempo, hasta que pasaron 365 días y tuve que empezar a repetir historias. Pero yo me la jugaba: iba a la biblioteca municipal o pedía libros prestados. Nunca entendí de dónde venía mi afición por los libros, hasta que me hice periodista, empecé a trabajar en Grupo Nación, me invitaron a escribir en Tinta fresca y, ¡zas!, texto publicado es una llamada segura de mi abuela Alice. Ella se lee todo, absolutame­nte todo lo que yo escribo, lo que escriben mis colegas, las recetas de Doris Goldgewich­t, Sentimient­os en conflicto...; en fin, lo que cae en sus manos pasa por sus ojos. Además, me regaña si yo no he leído alguna de las noticias que ella me quiere comentar.

Por su parte, abuelita Flora me enseñó a valerme por mí misma, a tener mis cosas y cuidarlas.

Hace tres años, con su esfuerzo me regaló la casa en la que hoy vivo, porque "así usted no tiene que depender de ningún calzonudo", me dijo. Para mí, ese es el feminismo que vale la pena: apoyarnos entre mujeres y construir juntas.

Sin embargo, lo más lindo de mi abuela Flora son sus chistes, sus comentario­s ingeniosos y su capacidad de divertir a toda la familia. Cada vez que le damos algún regalo, ella lo abre y, sea lo que sea, inmediatam­ente se lo pone o lo usa, “para que no lo estrene la otra”, dice mi abuelita, quien enviudó hace 30 años.

En mi casa, el coraje lo hemos heredado de estas dos señoras. Eso son las abuelas: un cúmulo de sabiduría, cariño y tenacidad que transmiten a sus hijos, nietos, bisnietos y hasta a las mascotas de la familia.

Ellas son la razón por la cual se reúnen todos en la misma sala, son quienes corren a darnos remedios contra enfermedad­es, las que nos regalan anécdotas y las que se preocupan por su descendenc­ia aunque sea una familia de cinco miembros o una de 50.

Las abuelas son quienes nos enseñan el amor por los libros, por la cocina, por los chistes, por las plantas y por las cosas que importan; por eso, no se vale no llamarlas, no visitarlas ni mucho menos no abrazarlas hasta el hartazgo ni aga- rrarles los mondonguit­os con cariño. Yo hago todo eso con mis abuelas y les termina gustando.

El domingo pasado, Alice y Flora vinieron a almorzar a mi casa. Estuvimos toda la tarde juntas probando una receta que aprendí de una, reunidas en una casa que heredé de la otra. Riendo con sus salidas, admirando su sabiduría, contemplan­do la fortuna de tener a mis dos abuelas a mi lado y queriendo ser como ellas cuando sea grande.

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