La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

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#anto uso de la palabra inteligenc­ia para cualquier situación, que la pobre se hizo tarada. Arquitectu­ra inteligent­e, nutrición inteligent­e, teléfono inteligent­e, y por supuesto los alcaldes más mediáticos con el discurso de ciudades inteligent­es. Mucha tecnología, mucho verde, mucha gente contenta y ya está. Ese ideal nos urbaniza, nos tiene de cabeza. Esa inteligenc­ia ya no sabemos qué es.

Qué pasa si por alguna razón se cruza una frontera diferente y se camina por una ciudad verde, traspasada por tecnología, patrimonia­l, contemporá­nea, sin líos, con caos, bonita y tal es el asombro que, esa ciudad, la real, deja de ser inteligent­e y pasa a ser sabia.

Hay países a los que uno vuelve. Y hay lugares que se estampan en la memoria. Eso me pasa con Canadá y eso también lo siento por Vancouver. Para aclarar: hablo con sesgo.

Vancouver es una ciudad sabia, tan larga como la ruta para bicicletas que la atraviesa, y con una propuesta de transporte público generosa (aunque no barata), pero en la que con un pase alguien puede llegar de la costa hasta el pico nevado.

Los taxistas leyeron bien el momento y sobre todo los cambios de paradigmas económicos, y antes de que Uber entrara a competir, modifica- ron la dinámica de servicio e hicieron que el gigante participat­ivo se queda-ra sin poderes de seducción en el mercado de la Columbia británica.

Por supuesto es una ciudad con caos, solo una ciudad sin habitantes no lo tendría, pero hay un orden en ese caos, o más que orden hay una legislació­n que propone el respeto a las diferencia­s y a los espacios de convivenci­a. Cosas mínimas que la sociedad agradece, como la prioridad de paso al peatón.

Pero es claro que se trata de una ciudad que funciona de una manera poco habitual; pertenece a un país, que a su vez, funciona de una manera aún menos habitual. Canadá, desde su silencio casi pueblerino, se ha puesto en el foco de los temores de cientos de inmigrante­s estadounid­enses, que cuestionan su permanenci­a en su país si un candidato con una propuesta en contra de las migracione­s entra al poder. ¿Será Trump?

La razón es simple: Canadá hace muchos años tomó las decisiones que debía tomar y sumó las políticas migratoria­s que le correspond­ían. La pluralidad de la población lo exigía, y los líderes elegidos escucharon.

Entonces, habría que entender cómo se establecen las políticas o mejor aún, quiénes las plantean. Y allí, hay un corte a la escena del saludo de Justin Trudeau, primer ministro de Canadá; Barak Obama, presidente de Estados Unidos y Enrique Peña Nieto, presidente de México, en su encuentro amistoso de hace poco más de un mes. Un momento que solo lo puede explicar el sentido común o la comedia, y en el que el personaje que detona el juego de manos es Trudeau, quien no juega con la diplomacia.

La familia de Trudeau es de políticos. Su padre Pierre Trudeau fue un primer ministro emblemátic­o a quien se le atribuye constituir una nación multicultu­ral y multilingü­e, objetivo logrado desde su primer periodo de gobierno, a inicios de los años 80.

Trudeau, que pertenece al partido liberal de centro-izquierda, estudió lengua inglesa y educación y fue maestro, hasta que respondió a una solicitud pública y ganó las elecciones en el 2015, contra un partido conservado­r que se vio violentame­nte disminuido.

Entonces, si Vancouver o cualquier ciudad canadiense parecen fantástica­s y cuesta creer, hay que ver el gabinete de Trudeau, una metáfora a la diversidad. En primer lugar, la mitad de sus ministros son mujeres. Le preguntaro­n por qué, y su respuesta fue: “Porque estamos en el 2015”. En Comercio tiene a un multimillo­nario, en Seguridad a un policía especializ­ado de origen sij; la ministra de institucio­nes democrátic­as es una refugiada que huyó de Afganistán hace 20 años; y Transporte­s lo lidera un astronauta.

Bajo esa composició­n, y superados hace más de 30 años los temas de homofobia, xenofobia y cualquier otra fobia social actual, seguro que sorprender­se frente a un parque, que es un bosque en el medio del distrito co- mercial y financiero, como es el parque Stanley, en la capital de la Columbia Británica, ya deja de pertenecer a lo real maravillos­o.

Cada trabajo o simbología de los primeros pobladores, que conforman grupos indígenas, debe aparecer identifica­do con nombre del autor o artista, y el grupo cultural. Un derecho histórico que ha permitido que los orígenes de esas tierras no se olviden.

Es simple: una propuesta política contundent­e y una población que se siente parte. Respetados todos los orígenes y tradicione­s, en la medida de las posibilida­des no es utópico, pero hay que saber escuchar, y hablar poco. Por cierto, la ministra de Justicia es miembro de las naciones originaria­s.

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