La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

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“Todas las historias del mundo se tejen con la trama de nuestra propia vida”, Ricardo Piglia. Toda mi vida he estado rodeada por personas: el doctor que me vio nacer. La enfermera que cortó el cordón umbilical. La familia reunida en la sala del hospital. El abuelo que ya se murió. La abuela, el tío, los primos. Mi mamá; mi papá; mi padrastro; mi hermano. Los guardas de la entrada, Joseph y José Adán.

El señor que usa shorts y tenis con medias altas y pasea a un golden retriever todas las mañanas. Los gringos que caminan por la misma acera todas las noches en dirección al putero. Los amigos que ya no están, los que se fueron, los que a veces me caen mal, los que adoraré hasta el fin del mundo. Toda.

Dice mi mamá que cuando era pequeña me aterroriza­ba hablar con extraños. Era sumisa, callada y tímida.

Era nada, era nube, era agua; era. Estuve —por largos periodos de mi existencia— ausente; sin poderes absolutos. Sin tomar decisiones.

Esas personas que ahora conforman mi mundo, las que veo a diario: el chofer del bus, Sandra –la de la soda–, el guarda que me regala chocolates, el chofer que me recomienda tomar jugo de naranja caliente con sal para la tos, el que nos gusta —y nos altera el ritmo cardíaco cuando se pone la camisa blanca—. Todas esas, y aquellas otras personas, son mi peor pesadilla. Desconocid­os a los que debo enfrentarm­e para poder ser funcional; para también sobrevivir.

Cuando entré a la universida­d a estudiar periodismo nunca contemplé que lo que sé hacer —o lo que amo hacer— está habitado por todas esas criaturas temibles de las cuales me escondí detrás de las piernas de mi madre.

El primer monstruo abominable al que me enfrenté se llama don Ramón, con quien terminé pasando muchas tardes en su casa.

Un día se sentó en una silla de su comedor detrás de una luz amarilla y a sus 95 años me cantó la canción de Gardel que le cantó a su esposa Daisy el día de su entierro. Y así fue como todo empezó. Y a partir de ese momento dejé de temer.

*** Hace unas semanas viajé a Arenal (Guanacaste) a un lugar desconocid­o. Dormí en una casa a la que nunca había entrado y compartí con personas que nunca había visto. Estuve tres día allí. Para poder movilizarm­e tuve que pedirle ride a extraños —potenciale­s enemigos que pudieron hacerme daño: todos resultaron ser hombres—. Uno de ellos me contó que venía de Limón porque allá el trabajo no le estaba dando frutos.

El otro hablaba poco pero pudimos hablar sobre la laguna; ese montón de agua que nos aislaba de otros mundos; y el otro era casi vecino y conocíamos al mismo niño problemáti­co del barrio. Hablé con la señora de la pulpe sobre el horario de buses; le compré queque de chocolate a unos alemanes; y pregunté por direccione­s debajo de un aguacero.

Durante los tres recorridos que tuve que hacer en esos carros, pasé los primeros minutos aterrada. Ahí dentro todo era una posibilida­d. Después recordé a don Ramón, reconocí al otro, quien no era más que otra persona. Supuse que en caso de estar en peligro podía gritar o patear o hacer algo. Confié (a pesar de que sé que no es cierto), en que donde sea que se encuentre el espíritu de mi padre, él no iba a permitir que nadie me lastimará.

Pero nunca se trató sobre mi papá, o sobre las otras personas que por tres días fueron mi universo inmediato, fue sobre perderle el miedo a los demás; una vez más, porque el reto es diario.

Acepté la idea de viajar a Arenal porque necesitaba alejarme de todo y todos; porque buscaba algo de silencio, pero cuando por fin me encontré sola sin nadie a mi alrededor excepto bosque, oscuridad y una casa sola para mi, me sentí completame­nte aterrada.

Ahora me gusta estar cerca de personas —lo crea o no la yo de tres años—. Me gusta verlos y oírlos; tocarlos, memorizar sus gestos; estudiarlo­s, olerlos, poner atención a cómo le quitan la tapa a un lapicero o a cómo usan el tenedor. Entonces trato de entenderlo­s porque supongo que si logro comprender (los), tavez —solo talvez— sea posible que algún día llegue a comprender (me) a mí.

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