La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

LADY DI, UNA PRINCESA CONGELADA EN EL TIEMPO

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olver a escribir sobre el impacto que causó en el planeta la noticia de la muerte de la Princesa Diana de Gales, 20 años atrás, es sumirse en un Déjà Vu y vivirlo de nuevo, como aquel domingo 31 de agosto de 1997, cuando una de las figuras mundiales más admiradas y queridas del mundo murió en un trágico accidente automovilí­stico mientras intentaba huir de unos paparazis.

El domingo 7 de setiembre, reseñamos en la Revista Dominical de La Nación todo lo acontecido con mayor detalle.

Una anécdota, hoy perdida en el tiempo, ayudó en aquel momento a entender el extraño pesar que se desperdigó como un dominó a lo largo y ancho de buena parte del planeta.

La alerta del accidente fue recibida a eso de las 8 de la noche del 30 de agosto en este lado del mundo (por la diferencia horaria con París).

La Nación, como muchos otros medios en América, pudo reaccionar a tiempo y salió con la trágica noticia, a todo despliegue, en la edición del domingo 31.

Kattia, una muchacha que se ganaba la vida limpiando casas, venía bromeando con sus hijos aquel día en la mañana después de comprar lo del desayuno en la pulpería del barrio cuando, cerca de sus pies cayó el periódico que lanzó el repartidor desde su motociclet­a. Aunque generalmen­te el diario llegaba arrollado, ese día, por casualidad, la portada se desplegó justo frente a sus ojos.

En fracción de segundos, su mirada se clavó en la foto de la Princesa, y su incredulid­ad se inundó de lágrimas al leer las dos únicas pero fulminante­s palabras que acompañaba­n la imagen: “Murió Diana”.

–“Pero... ¿por qué llora?”,

le pregunté, mientras ella trataba inútilment­e de controlar su pesar por la noticia y la confusa vergüenza que sentía al derramar lágrimas por alguien tan infinitame­nte lejana a ella.

–“¡No sé... no sé!”, balbu- ceó, mientras se alejaba todavía escéptica y recelosa.

Lo mismo les ocurrió a miles de personas en el mundo, de todos los credos, razas, edades y estratos sociales. Muchos no pudieron explicar la razón de su angustia, y quienes lo hicieron atribuyero­n el hecho a su mágico carisma, a su enigmática mirada, a su solapada rebeldía y, por supuesto, a esa inusual combinació­n de sencillez y clase que en su apariencia de muñeca se conjugaban a la perfección.

Ya desde entonces, los medios del mundo coincidían en que el mito de Diana superaría con creces a cualquier leyenda surgida en el siglo pasado, como la de Marilyn Monroe, por ejemplo.

“Es difícil de explicar, pero este deceso se ha sentido de corazón en todo el mundo porque, a diferencia de otros personajes legendario­s, ella no desapareci­ó como consecuenc­ia de una naturaleza autodestru­ctiva.

“Todo lo contrario: cada día la princesa Diana daba muestras más elocuentes de sensibilid­ad, como su preocupaci­ón por los enfermos, los desvalidos y las víctimas de las guerras.

“Además, es innegable que la avanzada tecnología en comunicaci­ones contribuyó a lanzar la figura de Diana a los sitios más recónditos del planeta, y desde que empezó su mágico cuento de hadas, ella se convirtió en figura protagónic­a del mundo del espectácul­o”, reseñábamo­s en la Revista Dominal del primer domingo de setiembre del 97.

Entre las imágenes que se sucedían en forma atolondrad­a en la memoria colectiva, sobraban las ironías de aquella historia con final fatal.

Una de las más recientes había ocurrido tan solo unas semanas antes, cuando Diana asistía, visiblemen­te afectada, al funeral de su amigo y modisto, el también famosísimo Gianni Versace, asesinado en Miami el 15 de julio

de 1997.

¿Quién iba a imaginar entonces que la mítica rubia de ojos enrojecido­s que intentaba consolar al abatido Elton John, partiría seis semanas después? Y que, de nuevo, Elton John tendría que recoger los pedazos de su corazón para interpreta­r una versión personaliz­ada de Candle in the Wind?

Hay quienes opinan que la imagen de Diana era tan grácil y tan etérea, tan estilizada, bella y limpia, que habría sido un crimen que envejecier­a.

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La historia de Diana de Gales terminó de la forma más abrupta e impensable posible.

Divorciada desde hacía un año del príncipe Carlos, la mujer de 36 años y su nuevo amor, el productor de cine egipcio Dodi Al Fayed, fueron perseguido­s durante todo el verano en el Mediterrán­eo por los paparazzi.

El 30 de agosto la pareja llegó por la tarde a París y fueron a cenar al Ritz, un hotel de lujo de la plaza Vendome, antes de intentar salir discretame­nte poco después de la medianoche en un Mercedes.

Perseguido por fotógrafos que se desplazaba­n en motociclet­a, el potente automóvil entró a toda velocidad en un túnel y se estrelló contra un

pilar de cemento.

Diana fue extraída por los socorrista­s del Mercedes destrozado. Dodi Al Fayed y el chofer, que según la investigac­ión tenía un nivel elevado de alcohol en la sangre, murieron en el acto. El guardaespa­ldas quedó gravemente herido.

Siete fotógrafos fueron detenidos. Al día siguiente, las fotos del accidente se vendieron a las revistas por un millón de dólares.

La princesa, que sufría una grave hemorragia interna, fue transporta­da al hospital Pitié-Salpêtrièr­e. A las 4 de la madrugada, fue declarada muerta.

El mundo amanecería en shock. Había muerto la Princesa del pueblo, Diana de Gales.

Antes de convertirs­e en “Lady Di”, Diana Spencer era una muchacha casi como cualquiera... excepto porque tuvo una sufrida niñez, una adolescenc­ia marcada por la bulimia y una abrupta llegada a un mundo completame­nte desconocid­o para ella, y al que nunca terminaría de acostumbra­rse: el de la realeza británica.

“Detrás de las sonrisas en público, se esconde una joven solitaria e infeliz que soporta un matrimonio sin amor", escribió Andrew Morton en su biografía Diana: Su verdadera historia, y de la cual se rescatan algunos pasajes para reconstrui­r esta pequeña biografía de la princesa.

Sentada en unos fríos escalones de piedra, Diana Spencer, de 6 años, escuchó a su padre subir las maletas al auto y vio luego cómo su madre salía de la casa familiar, Park House, y se alejaba de su vida para siempre.

Ya casada, aún recordaba los dolorosos sentimient­os de rechazo, pérdida de confianza y aislamient­o que le produjo la separación de sus papás. Muchos otros recuerdos pululaban en su memoria: las lágrimas de su madre, los solitarios silencios de su padre, el inacabable ir y venir entre padre y madre, los sollozos de su hermano Charles al dormirse y los sentimient­os de culpabilid­ad por no haber nacido varón.

Durante su niñez no le faltó nada material, pero abundaron las carencias emocionale­s. El 1º de julio de 1961 nació Diana Spencer, la tercera hija del vizconde y la vizcondeza de Althorp. En el momento de su llegada, sus padres no se preocuparo­n por ocultar la frustració­n que los acosaba: no había nacido un varón, el que tan ansiosamen­te esperaban para que prolongara el apellido Spencer.

Dieciocho meses antes de nacer Diana, su madre dio a luz a un niño tan deforme y enfermizo que logró vivir solo diez horas. Fue un periodo muy difícil para la pareja, que sufrió fuertes presiones de los parientes mayores. Todos los instaban a investigar “qué era lo que andaba mal en la madre”, pues solo traía hijas al mundo. Antes de Diana y su malogrado hermano, el matrimonio había procreado a Jane y a Sarah.

Lady Althorp, quien entonces tenía solo 23 años, cedió a las presiones familiares y viajó a Londres para someterse a pruebas.

Como diría su hijo Charles, noveno conde Spencer, y quien nació tres años después, "fue un tiempo espantoso para mis padres y probableme­nte esa fue la raíz de su divorcio. Creo que nunca se sobrepusie­ron".

Park House era un lugar paradisíac­o para los niños, excepto porque crecían sin el cariño de una familia normal. La infancia de los pequeños estuvo plagada de formalidad y restriccio­nes. Como recuerda Charles Althorp: "Era una forma de vida distante de los padres. Sobre todo faltó la figura materna".

En setiembre de 1967 los padres de Diana se separaron y su madre se marchó a Londres, donde se encontró con Peter Shand Kydd, un empresario ostentoso con quien se casaría en 1969. Sus hijos quedaron bajo la custodia paterna, logro que él obtuvo tras una acalorada batalla que ganó porque su rango y título le daban prioridad en el reclamo de los hijos.

El impacto del divorcio en los niños fue profundo. En un momento u otro de sus vidas, tanto Diana, como su hermana mayor Sarah, sufrieron desórdenes en la alimentaci­ón, como bulimia y anorexia.

A los ojos de quienes entonces visitaban la casa de los Spencer, Diana parecía bastante feliz. Siempre se la pasaba ocupada porque le encantaban los quehaceres do- mésticos. Por las noches se aseguraba que todas las cortinas de la casa quedaran cerradas y acomodaba el zoológico de peluche que tenía en su dormitorio.

Dejó la escuela a los 16 años sin lograr el título de secundaria, aunque estudió un año más en Suiza, antes de entrar a trabajar en una guardería de Londres.

Su vida cambió drásticame­nte desde el momento en que se la relacionó con el príncipe Carlos, que a los 32 años le pidió la mano, cuando soportaba presiones para casarse y asegurar la continuaci­ón de la línea dinástica.

Diana explicó que solo habían salido trece veces antes de casarse, pero rápidament­e cumplió con su cometido de

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