La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

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e repente, de un día para otro, estuve rodeada por mujeres. Son como esferas que se mueven arriba mío, como esas que hay en las discos, que brillan, y que iluminan lugares oscuros. Que alegran, solo porque sí.

Me costó mucho llegar a ellas. Años. Pero puedo decir que la principal, la mamá, ha sido la más rocosa.

La que por muchos años rechacé. Por mucho tiempo, pensé que nuestras diferencia­s eran irreconcil­iables.

Pero ahora pasamos mucho tiempo juntas. Hablamos de la vida tomando café en restaurant­es de la Avenida y recibo mensajes que di-

cen: “Hasta mañana amor, que descanses. Gracias por llevarme a conocer Chepe. Jajaja lo mejor fue pagar para usar el baño, aparte de la comida y la compañía”. Y luego, yo llego a mi casa. Y no puedo dejar de llorar porque no puedo dejar de pensar en lo inevitable.

La extraño justo en el momento en que la dejo de ver. Después de tantos años, por fin podemos hablar, y se siente bien. No me conoce; no como quisiera. No todas las madres conocen a sus hijas como quisieran.

A veces pienso en sus gestos cuando yo estaba más pequeña. Como esconder novios, porque solo los amores de verdad tienen rostro. Co- mo trabajar en lugares –con un jefe judío estricto que tomaba café muy negro para que yo pudiera tener una educación digna (que no tuve)–. Ahora que ya no trabaja y me llama de vez en cuando para contarme que está a punto de hacer una siesta a las tres de la tarde, me doy cuenta lo mucho que odió madrugar, ponerse tacones y faldas ajustadas.

A veces la veo de lejos, como si no la conociera, y se me aflojan las rodillas, porque me asusta la furia con la que anda. Es como un gran andaluz negro. Me ha contando un par de veces que le gustaría ser una águila. Para poder volar y ser libre. Me dice que de por sí, ya tiene los ojos.

Estoy condenada a las mujeres que me rodean. Todas en otra frecuencia. Una a la que pocos accesan, porque como dice L, “la magia está en los detalles”. Con esto de la condena, lo único que espero es que sean eternas.

Creamos nuestro propio techo de paja y somos investigad­oras. “Sherlockjo­mas”. Somos amarillas y grises. Tenemos un playlist con el tango que baila el abuelo. A las medianoche nos antojamos de tacos y burritos, empanadas fritas de Casa China, y tortillas con chicharrón.

Lo extraño de todo esto, es que, por mucho tiempo, anduve sola. Todavía, pero no tanto desde que están todas ellas. Siempre ahí, arriba, flotando. En cada una de las coincidenc­ias que soy capaz de crear, porque de repente y sin pensarlo, todo lo que está a nuestro alrededor está conectado. Así jugamos.

Luego está la abuela, que poco a poco se hace más diminuta. Cuando la llamo, hablamos por horas. Me cuenta de la novela, de los golpes que se ha dado, de lo peligrosa que es la ducha, de los chismes del barrio. Siempre me dice que lo intente todo. Que sea fuerte.

A veces las pienso a todas en una mesa gigante. Como en mi Santa Cena. Devorándol­o todo.

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