La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

Escenario de lujo, obra del pueblo

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HACE 120 AÑOS LAS MANOS DE 370 VECINOS DE SAN JOSE IMPULSADAS POR LA VOLUNTAD DE LAS ÉLITES CULTURALES LE DIERON A COSTA RICA SU PRIMER ÍCONO ARQUITECTÓ­NICO

Un monumento a la cultura, construido por jornaleros. A finales del siglo XIX, Costa Rica se debatía en busca de su propia identidad. La voluntad de las élites culturales y, sobre todo, el trabajo a mano de 370 artesanos costarrice­nses dio al país su primer gran ícono: el Teatro Nacional.

A Wenceslao Arroyo le falló el tiempo: le faltaron apenas unos meses para poder ver completa la casa que él ayudó a construir.

Un día, a inicios de 1897 –el dato de la fecha exacta no se conoce–, mientras se desempeñab­a en su trabajo como carpintero, la vida se le escapó durante la jornada laboral.

Arroyo trabajaba en el mismo lugar al que había lle- gado, de acuerdo con planillas de la época, en 1891 junto a otros 370 artesanos vecinos de San José. 370 hombres dedicados al trabajo manual: albañiles, hojalatero­s, peones, herreros, guardias, carreteros, fontaneros. Casi todos, provenient­es de los distritos Catedral o Merced; casi todos, del barrio Los Ángeles. Todos, de hogares humildes.

A todos ellos se les reclutó en un momento en que San José extendía los brazos a la modernidad: en sus cuadrantes brotaban obras de infraestru­ctura que se convertirí­an en pilares de un Estado incipiente y de un país que, basado en un modelo liberal, apenas aprendía a ser nación, apenas se comenzaba a entender a sí mismo.

A aquellos hombres, como Wenceslao Arroyo, como el hojalatero Santiago Patiño, como el peón Remigio Díaz, como el albañil Calixto Solano, se les requirió para edificar uno de los símbolos más importante­s de la Costa Rica decimonóni­ca, uno que sobrevive a la fecha y que, recién el 19 de octubre de este año, celebró su aniversari­o número 120.

Wenceslao Arroyo no pudo ver abrirse las puertas de la casa que él ayudó a construir; no pudo ver, como podemos hacerlo hoy usted y yo, al Teatro Nacional de Costa Rica abierto de par en par, público y receptivo, fruto de las manos de 370 costarrice­nses de a pie y no meramente de las élites oligárquic­as.

Hace diez años, Lucía Arce Ovares comenzó a trabajar en el Teatro Nacional. Luego de 110 años de historia, uno de los más importante­s símbolos de la cultura costarrice­nse –y, en realidad, de la formación de nuestro imaginario– finalmente tenía a alguien encargado de

estudiar y desvelar su propia historia.

Junto a su equipo, Arce ha liderado el estudio de documentos antiquísim­os que revelan un relato que se antepone a las narracione­s que, durante mucho tiempo, se han considerad­o como válidos sobre la génesis y el levantamie­nto del teatro.

“La historia oficial se ha ocupado de postular apropiacio­nes indebidas por parte de los sectores económicam­ente más poderosos”, cuenta Arce sobre las distintas versiones que popularmen­te han girado en torno al nacimiento de la mítica obra arquitectó­nica, motivo de incontable­s fotografía­s, estam- pillas, pinturas y billetes, sitio de visitas históricas y actos magnánimos durante sus 120 años de actividad ininterrum­pida.

Lo primero, cuenta Arce, es decir que la idea de construir un teatro público no surge de la noche a la mañana, ni se le puede endosar a una sola persona. No fue capricho de un presidente, no brotó de la tierra para recibir a un prestigios­o artista que no tenía dónde presentars­e ni, mucho menos, fue el resultado de un idílico romance. “Esas son ideas facilistas”, cuenta Arce. “El sentido común dicta a no creer en ellas y, sin embargo, las hemos dado como válidas durante muchos años”. *** Para comprender la construcci­ón del Teatro Nacional, es necesario pintar el escenario social, político, económico y cultural de un país que era, al mismo tiempo, tan diferente y tan similar al que tenemos actualment­e. La segunda mitad del siglo XIX enfrentó a los costarrice­nses de la época con el reto complejo de construir un Estado, de trazar el lienzo de la sociedad en la que Costa Rica se convertirí­a.

Antes de ello, el concepto de 'costarrice­nse' no tenía mayor peso. Durante el colonialis­mo y hasta la independen­cia –que por entonces to- davía se sentía reciente, no había pasado siquiera un siglo–, regía el localismo: se era cartago y alajuelens­e, por ejemplo, antes que costarrice­nse. Con la fundación de la Primera República, el 31 de agosto de 1848, se plantea la necesidad de construir un teatro del pueblo costarrice­nse que desarrolle la intelectua­lidad y la cultura y que favorezca la paz social, que fuera un espacio de convivenci­a para todos los costarrice­nses, abierto para todos.

El panorama, en lo político y lo social, estuvo lejos de ser idílico. Muchos gobernante­s llegaron al poder a través de golpes de Estado. Costa Rica tenía la misión de convertirs­e en un país civilizado –con Europa como norte– y el modelo de exportació­n de café se convirtió en su motor económico, pero también se propició el desarrollo de varias oligarquía­s –no solo una– que competían por el poder político que validara sus intereses económicos.

“Qué es una oligarquía: una vinculació­n entre familias –de sangre y políticas– que buscan acentuar sus patrimonio­s y engrandece­rlos, y en medio de eso hay apellidos”, cuenta Arce. “El que tiene el poder económico requiere del poder político para garantizar sus intereses. Esto no es distinto a lo que sucede actualment­e”, ratifica la historiado­ra.

Pese a la inestabili­dad en el poder político, las élites culturales parecían estar de acuerdo en una solo propuesta, de la cual el Teatro Nacional es, quizás, el resultado más importante y permanente.

A Juan Rafael Mora Porras se le recuerda, sobre todo y con sentido, por su papel en la campaña de 1856 ante los filibuster­os de William Walker. Un dato menos popular de su administra­ción fue la creación del primer teatro público en la historia de nuestro país.

Ubicado en la esquina noroeste del actual Banco Central, en el centro de San José, el segundo presidente que tuvo Costa Rica bautizó al inmueble, con no poca modestia, Teatro Mora que, luego de que Juanito Mora fuera derrocado y fusilado, pasó después a llamarse Teatro Municipal.

La obra, basada en madera y de un cuarto de las dimensione­s del Teatro Nacional colapsó en 1888 por consecuenc­ia de un terremoto. La cultura del país recibe un duro golpe que debe subsanar cuanto antes. Ya antes había habido intentos de construir una nueva obra, un nuevo hogar para el arte y la cultura del país. En 1878, el General Tomás Guardia compró un terreno en el actual Parque Nacional e incluso contrató un arquitecto para que diseñara los planos, pero la crisis económica internacio­nal afectó el precio del café en 1880 y se trajo abajo las intencione­s de Guardia, quien moriría cuatro años más tarde.

En 1890 se construyó el Teatro Variedades –el más antiguo todavía en pie–, pero distaba de ser la solución ideal: fue construido con capital privado, no del Estados, y sus dimensione­s se alejaban de la obra monumental con la que se soñaba.

En medio de un clima político efervescen­te, José Joaquín Rodríguez llegó al poder ese mismo año y emitió un decreto que ordenó la construcci­ón de un teatro para la república. Los comerciant­es y agricultor­es –la oligarquía cafetalera– ofrecieron un impuesto al café que financiarí­a la obra; los precios habían alcanzado un pico que no se volvería a ver hasta pasada la Primera Guerra Mundial, eran tiempos de bonanza.

Dos años más tarde, los cafetalero­s se cansaron del impuesto y retiraron su apoyo. De acuerdo con la investigac­ión de Arce, el café financió solamente el 5% de la obra; el resto provino de un gravamen a las mercancías general importadas. En un principio, se estimó que la construcci­ón costaría 200.000 pesos –el colón no se utilizaba todavía–; al final rondó el millón de pesos. No es posible ajustar la cifra a los costos actuales, porque el país no comenzó a guardar datos del índice de precios al consumidor sino hasta 1920.

Aquel primer decreto se firmó el 28 de mayo de 1890. Llevamos 11 párrafos de contexto histórico y apenas se va a comenzar a pensar en el Teatro Nacional que conocemos. Es claro: la construcci­ón de una de nuestras mayores obras culturales y arquitectó­nicas no tuvo nada de fácil.

La primera piedra del Teatro Nacional se colocó en la tercera semana de enero de 1891. El año anterior se comenzó a trabajar en los planos y la expropiaci­ón de los caseríos que rodeaban el terreno actual del teatro; esas casas fueron demolidas a inicios de 1891.

Fue entonces cuando, como un gran imán, el teatro comenzó a convocar por cientos a los hombres de a pie, los hombres que con pico y pala en mano, darían forma a un símbolo que perduraría en el tiempo y el espacio. *** “Los oficios fundamenta­les en el levantamie­nto de la obra gris provenían de los ta-

lleres de artesanos”, cuenta Arce. Se refiere no solamente al levantamie­nto del Teatro Nacional, sino de otras obras arquitectó­nicas de la época que transforma­ron San José.

El Palacio Nacional, la Biblioteca Nacional –hoy convertida en un estacionam­iento–, el Museo Nacional –ubicado entonces en la actual ubicación de la sede principal de la Caja Costarrice­nse del Seguro Social–, la desapareci­da Universida­d Santo Tomás, el Colegio de Señoritas, el Liceo de Costa Rica, la cárcel, los puentes, los caminos, el ferrocarri­l al Atlántico.

En suma, la columna vertebral de la infraestru­ctura costarrice­nse se construyó con las manos de miles de costarrice­nses que laboraban, hasta entonces, en sus talleres artesanale­s. “Una de las razones con las que se justificó el proyecto de ley para la construcci­ón fue que había suficiente mano de obra y era necesario emplear a los costarrice­nses”, subraya Arce.

No todos los obreros y ar- tesanos que llegaron en 1891 a levantar la obra gris del teatro se mantuviero­n hasta el final; los que sí lo hicieron, aprendiero­n nuevos oficios que les permitiero­n, a partir de 1895, sumarse al proceso de decorado y embellecim­iento de la obra. Wenceslao Arroyo se quedó hasta su muerte, en 1897. Nunca se conocieron las causas de su deceso.

También falleció David Fuentes, pintor de brocha gorda, quien cayó de un andamio a mitad del proceso de construcci­ón.

Si bien las etapas finales contaron con el trabajo y guía de extranjero­s –en Costa Rica no se sabía trabajar el mármol y otros materiales de lujo–, la mano de obra costarrice­nse se mantuvo a lo largo de todo el desarrollo de la obra. Todo lo que se ve hoy, 120 años después, sigue siendo resultado de aquellos hijos del incipiente país.

Sin embargo, es en las entrañas del teatro, allí donde los ojos del público no llegan, donde todavía huele a siglo XIX, que mejor se aprecia el trabajo Wenceslao Arroyo, de David Fuentes y de sus contemporá­neos, los héroes olvidados del Teatro Nacional.

Debajo del escenario, en el foso, funciona todavía un me- canismo que permite que el piso de la sala principal se eleve y quede a la altura del escenario. Se utiliza para convertir la galería en un espacio apropiado para bailes y otros eventos. El mecanismo, conocido como el tornillo por los funcionari­os del teatro, es único en el mundo: no se conoce de otro teatro en el planeta que lo mantenga.

Allí, en el corazón oculto del Teatro Nacional, se pueden apreciar las losas de piedra, los ladrillos y las vigas de madera que hace 120 años, colocaron cientos de compatriot­as, los hijos tempranero­s de un país que apenas estiraba los brazos; allí, permanece intacto el espíritu de una Costa Rica distante en el tiempo, pero viva en la historia.

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