La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

Me quedé sin plata

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Blas 11 de la mañana del viernes 24 de noviembre, el taxista me decía que no podía más con todo lo que estaba pasando. Que no lo soportaba. Llevaba más de 15 minutos atrapado en una hilera de autos que a pesar de la luz verde, nada avanzaba. Pitó y pitó como maniaco, y luego sacó debajo del asiento una Fanta Naranja que parecía bullir.

“Me la compré para almorzar, pero parece que ni eso voy a poder hacer”, dijo. Mientras tanto, afuera la gente enloquecía buscando las mejores ofertas.

Según Luis, el taxista, desde las 6 a. m. ya el Black Friday tenía tomada la ciudad. Con este evento, que nació en Estados Unidos, se inaugura oficialmen­te la temporada de compras navi- deñas. Luis me tenía que llevar a la Plaza de la Cultura, pero a medio camino se rindió y me pidió que por favor lo dejara ir. A estas alturas, es difícil saber si la congestión estaba influencia­da por el Black Friday, o si era lo que ya sabemos que pasa todos los días en este país. De cualquier forma, el escenario era terrorífic­o. El caos vial parecía no cesar a medio día. De pronto, las aceras no daban abasto. Estaba atrapada en el parque de las Garantías Sociales.

“Todo el mundo anda muy atarantado, y espérese que sean las seis de la tarde. Nadie va a caber en San José”, aseguró don Gerardo, un señor que vende limones por las paradas de Zapote.

La Avenida Central parecía ser tierra de nadie. Algunas tiendas, esas que dicen “Todo a ¢1000” sacaron a sus chicos más entusiasta­s a media avenida para que gritarán con un micrófono las mejores ofertas. Otros comercios competían por cual ponía la música más alto. No importaba si era la misma emisora. Hasta la carnicería­s tenían rótulos con números fosforesce­ntes.

El grupo de señores que tocan con una marimba cerca de la tienda Universal, parecían no entender lo qué pasaba, y cada vez que podían alzaban el pesado instrument­o para trasladars­e a un espacio más tranquilo. Huían de unas voces necias –que no sabíamos de donde salían– ofreciendo líneas celulares y un churro relleno.

En el primer piso de esa tienda, las señoras estaban vueltas locas con los descuentos en maquillaje­s y perfumes. Las chicas que ofrecían los productos, se acercaban para ofrecer polvos con minerales, para esconder arrugas, para aclarar la piel, para rellenar las líneas de expresión, para...

En otras tiendas cercanas a la Universal, el zumbido era el mismo. Las personas que ingresaban a los comercios parecían llevar dentro un cronómetro, que les advertía que pronto todo iba a acabar. El barrio Chino también sufrió las consecuenc­ias de la sociedad del consumo. Un comercio sacó a la calle televisore­s, zapatos, limpiones, de todo. Y la tienda de al lado puso afuera un parlante que rompía con todos los parámetros de respeto al prójimo. En una banca del barrio, un grupo de señoras trataban de hablar, pero gritar cansa. Una de ellas no entendía por qué el volumen tan alto; la otra decía que era una estrategia de mercado para atraer clientes.

“Ah pero más bien a mí me dan ganas de ni entrar”, refutó una tercera con la que todas estuvieron de acuerdo. No es necesario ver personas aplastar a otras personas por un televisor, ni a multitudes corriendo por el último modelo del iPhone para percibir la violencia y el acoso por parte de los establecim­ientos comerciale­s. Es como si a través de los insistente­s saludos, ofrecimien­tos, miradas, la música vulgarment­e alta, los hombres con micrófonos en media avenida, y los rótulos neón, quisieran anular cualquier capacidad de raciocinio y pensamient­o. Casi siempre triunfan.

A las seis de la tarde, la profecía de don Gerardo se cumplió. Los negocios ambulantes se beneficiar­on del Black Friday y algunos vendedores de chances deseaban que “ojalá todos los días fueran así”.

A las 8, ya Jessica, quien vende aguacates y tomates por el Correo, estaba tranquila porque dos horas antes lo había vendido todo. Contó que ahora podía irse temprano a su casa. La única pregunta que me quedó entonces fue:

¿Quién consume a quién? Mientras miraba a todas esas personas, algo agobia-

das y muy incómodas alzando bolsas plásticas con cajas de cartón dentro, mientras intentaba no prestarle atención a la claustrofo­bia que todo me provocaba, dejé de entender todo lo que me rodeaba. Mi familia no es religiosa ni se obliga a celebrar la Navidad, pero siempre nos reunimos el 24, y cenamos y nos vemos las caras un rato.

Pero justo en media avenida, me di cuenta que no tengo la más mínima idea porqué esta celebració­n demanda tanto consumo. ¿Por qué todos los año hay que comprar bolsas rojas escarchada­s, hechas de un material que parece nunca descompone­rse? ¿Por qué hay árboles de plástico con luces dentro de una sala? ¿Porqué hay carros que tienen cachos de venado y narices rojas?

El año pasado, se reportó que los costarrice­nses gastamos en promedio ¢196.154 durante el Black Friday.

De acuerdo con La Nación, el análisis lo realizó Unimer por quinto año consecutiv­o, y se basó en una encuesta realizada a 800 personas que viven en la Gran Área Metropolit­ana (GAM) urbano y rural, que tienen entre 18 y 65 años de edad, hombre y mujeres.

El sociólogo francés Pierre Bourdieu, solía decir que para ser capaz de discrimina­r los artículos de consumo con respecto a su valor hay que estar educado para ello. Esto implica aprender hábitos mentales que nos permi- ten reconocer el consumo decoroso.

“Los individuos siguen unas prácticas de consumo que les permiten manifestar su pertenenci­a a un grupo social con el que se identifica­n, pero que además les permite expresar su unicidad, sus gustos personales”, dijo el filósofo alemán Georg Simmel. Por esto, es que a la Navidad también le llaman “la tradición del consumo”, porque la celebrada fecha –al final del día– termina siendo

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